Un vampiro cansado de vivir. Así se siente Vlad. La
inmortalidad después de la esperanza de la vida es pesada, muy pesada. Salió
por la noche a tomar su refrigerio y la vio. Se posó primero en un tejado,
después en una azotea, era ella. Bajó a la calle. Entró en el bar. La miró y
ella también le miró. Su mirada fue fría, como la de él. Pero las miradas de la indiferencia de los
vivos asolan las esperanzas de otros ojos que aunque muertos aun recuerdan. Se tocó el
pecho, el estómago. Donde hubo mariposas había una daga que tiraba de su
garganta para replegarla sobre el estómago. Esa mirada. Los mismos ojos: la
indiferencia. A Vlad siempre le gustó no reflejarse en los espejos. Le
divertía. Pero ser trasparente para aquellos ojos no. Se sublimó, y algunos
fumadores, desde la puerta, vieron salir un humo negro de un olor entre
incienso y marihuana de un bar del centro.
Impulsó las membranas de sus alas. Hambre. Rabia. Náusea.
Odio. Nada. Bajo la luna roja se encaminó a la Cresta del Gallo. Sobre una roca
intentó aullar pero le faltaron las fuerzas. Una garganta. Una yugular desgarrada
con la sangre fluyendo a borbotones: su eternidad prestada.
En la explanada del Valle. Un coche. Un mini. Una matrícula
reciente. Una pareja joven. Planeó hasta el suelo. Miró a través del cristal
empañado. Una muchacha lo miró. Gritó. Abrió la puerta se acercó al cuello.
Ella se volvió. Cruzó su mirada y en el punto rojo de su retina vio el recuerdo
de la mirada que le ignoraba. Retrocedió. El chico le golpeó. Quieto miró. Se tapó los ojos. Y huyó
corriendo.
No podía moverse. Necesitaba fuerzas. Dos intentos con el
mismo o peor resultado que en el coche. Débil. Cada vez más. En la habitación de un cajero unos cartones
se movían arrítmicamente bajo un sueño
de alcohol. Sorbió una sangre desabrida áspera y alcohólica. Suficiente para
quien solo quiere las fuerzas necesarias para terminar.
En su guarida se aseó. Rebuscó en sus trajes. El Armani
Negro. La camisa negra de seda y un pañuelo gris. Se miró al espejo. Se plisó
la arrugas con las manos. Se atusó el cabello. Bien. Salió a la calle y paseó.
A lo lejos en la esquina le espiaban. Hacía semanas que lo hacían.
Cerró la puerta instantes antes del alba. Se tumbó en su
cripta improvisada. Cerró los puños sobre la tierra reseca de los Cárpatos. La
tierra y descansar. Durmió.
Le despertó un ruido. Alguien forzaba el cerrojo de la
puerta. Un clic. Unos pasos. Ya estaban ahí.
Nicolás , Blade o Ginés qué más da . Una estaca de castaño, de roble o
de limonero. Por fin.
Revolvían sin la cautela con que habían forzado la puerta.
Sabían que la luz de la planta a mediodía les preservaba. “Venid estoy aquí.
Terminemos” La madera de limonero es la más dulce de las muertes para un
vampiro. Habían dado con la mesa que tapaba la claraboya de su cripta. Un
chirrido. Un golpe seco y el postigo que repiquetea por el suelo. Otro chirrido.
Vlad recuerda cuando su corazón palpitaba. “Está aquí. Dame el martillo y la
estaca, ponme el espejo detrás para que la luz llegue a la cripta” “Toma Ginés”
La luz. Termina ya el reflejo a sus pies le impide la escapada. “Vamos acaba ya”
La punta aguda de la estaca en el pecho inmóvil. El frémito del cuerpo de su
agresor al cargar el martillo que la impulse. “Descansa en paz Vlad”. Un rayo.
Un trueno. Muchos más rayos y truenos. Un estruendo. Un aguacero que hace huir
a los viandantes. Se ha hecho la noche. Su ejecutor duda. Vlad le golpea. Y se
zafa por la claraboya. Huye. Vuela de día amparado por la oscuridad que ha
enviado su Padre . Huye. Vuela y se
oculta en una de las grietas de los
montes al sur de Murcia.
La tormenta enlaza con la noche. Está triste. Sigue vivo de
su vida muerta. Tiene hambre.
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