Los niños formaban una algarabía
en la piscina y de la piscina corrían al castillo hinchable emplazado en el
único rellano abierto del jardín. Es lo primero que se veía al llegar. A la
izquierda, en el porche del chalet que miraba a los niños, las mesas estaban
dispuestas igual que el año anterior, pero en los rostros de los mayores se
percibía una mueca. Risas, gestos sobreactuados, pero presididos por el lastre
de una ausencia precoz y reciente.
Cuando un niño se queda sin
padre, los mayores a su alrededor pierden el derecho a la tristeza. La tristeza
debe quedar por dentro. El mundo de los niños cicatriza rápido, el de los
adultos no tanto, incluso algunas heridas no restañan nunca. El niño huérfano
no tenía edad para comprender el alcance de la muerte. Sus amigos estaban allí,
las ocho velas de su tarta, la piñata y una multitud de regalos, más que en
otras ocasiones. Conforme la tarde cayó, el niño cada vez con más frecuencia se
acercaba a su padrino reclamando orden para el resto de los niños. Antes de
hablar con él recorría las caras por si hubiese suerte y apareciese el único
rostro ausente, el rostro que por su enfermedad tanto lo había acompañado los
últimos seis meses salvo las ausencias largas del hospital. No estaba. “Padrino..”.
Los días previos, la madre no
tenía seguridad en lo que hacer. Sentía mucho la falta. Tan cercana. NO había
todavía destilado con suficientes lágrimas la pena. Las respuestas siempre.”Seguir”
“Seguir” “Seguir” “Adelante” “Tu hijo”. Y la certeza de que un padre muerto que
estuvo intensamente aferrado a la vida no querría que su hijo perdiera una
oportunidad de alegría por un detalle, por un instante, el final de una vida.
Haría la fiesta, aunque su gesto no saliera de una mueca y aunque tuviera que
perderse en el interior para recuperar
un ánimo que se disolvía.
Ya era de noche. Después de la
cena las copas y la cercanía del final de un día que comenzó tenso hicieron más
fácil las risas de los mayores. Algunos niños caían rendidos en las butacas más
cómodas o encima de sus padres o madres los más pequeños. La viuda miró
alrededor y contuvo la respiración, su hijo no estaba. “¿Habéis visto a mi hijo?”
Unos niños le respondieron que no , otros que estaba detrás de un seto que
dividía en dos el jardín. La madre miró y el niño apareció. Venía muy serio
caminando hacia ella. “Mamá el papá me ha dicho que vayas” La música era el
único sonido que rompía el silencio. Todas las conversaciones de la veintena de
adultos que había pararon. “Pero hijo. Papá…” “Mamá me ha dicho que vayas. Me ha
felicitado. Me ha dado un abrazo y se ha despedido. Me ha dicho que aunque yo
no lo vea él estará conmigo y que todo va a ir bien. Quiere que vayas” A la
madre le temblaban las piernas. Miró a su hermana. Miró a su amiga que con un
movimiento de ojos le señalaron que fuera. Extendió la mano a su hijo.”No mamá.
Me ha dicho que tú sola” La música se detuvo. Nadie se preguntó cómo. La mujer
caminó lenta hacia el seto. Lo bordeó.
Sólo se veía su cabeza. Se agachó. Silencio. Su hijo comenzó a jugar y los
otros niños lo siguieron. Dos o tres minutos después la mujer volvió a
aparecer. Primero la cabeza por encima del seto. Después dio la vuelta. Sonreía
y miraba algo que traía en la mano.
“Estaba ahí. Quería despedirse.
Me ha dado esto” Y les mostró la rosa que le había dado.
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