“Vete” “¿Qué pasa?” “Ahí tienes tu maleta. Vete.” “No
entiendo nada. Te has vuelto loca” “¡Qué engañada me has tenido!” “¿Qué estás
diciendo?” “¿Dónde está el guante?” “Paula ¿Qué guante?” “El guante verde de
cabritilla en el lateral del asiento del copiloto del coche”
No podía reconocerlo pero sí lo sabía. El guante verde que
encontró dos semanas antes donde ella le decía. Le extrañó verlo. Doblado
desordenadamente en el lateral del asiento del copiloto. Le extrañó no haberlo
visto antes, porque era bien visible, pero él solía conducir el coche. Pero recordaba
haber lavado el coche dos o tres veces en los últimos dos meses y en ese hueco
no había nada. O habría perdido la razón. Y hacía seis meses que no veía a Lucía, o sí la veía pero no como antes
desde que se resquebrajó el futuro frágil que estuvieron construyendo tapizado
de sueños blandos y mullidos de color rosa claro y azul celeste. Estalló el
sueño. Pero el guante de Lucía sólo lo vio hacía dos semanas. Se lo devolvió.
Ella lo tomó sin palabras, sin gestos. Sí es mío. Lo atrapó y lo apretó en el
puño, moviendo los dedos para hacer desaparecer de la vista el resto
inesperado, tal vez incómodo de su pasado. Paula lo sabía. ¿Cuánto tiempo lo
había sabido en silencio? Ahora. Seis meses después. Ahora y no hace siete u
ocho meses. Hoy una condena doble. Ayer
una liberación del mundo inesperado en que navegaba al pairo agitado por
placer, por dolor, por remordimientos y por amor. Habría ganado algo , ayer,
hoy todo era pérdida, nada más que dolor.
“Vete ya degenerado y traidor” “Me voy pero no sé a qué te
refieres” “Embustero” “No lo sé de veras” “No sabes cuantos días he subido al
coche oliendo su perfume” “Estás desquiciada” “Hace siete meses un guante verde
en el coche cuando cogía mis gafas de la guantera. No era mío. El perfume, el
mismo perfume que había invadido mi espacio, que te había desplazado de mi
lecho salía entre los dedos de ese guante único. ¿Estoy mintiendo? Ahora no
dices nada. Te callas. Ya eres libre. Sigue el olor de tu hembra. Traidor.
Ingrato” “Déjalo ya por favor” “Me alegro de haber roto mi silencio. Me encuentro bien aunque me veas
llorar. No te importa” “Sí me importa . Eres tú” “No soy yo. Eres tú y es ella.
No soy yo. Yo estoy aquí y seguiré aquí. Tú te vas” “Me echas” “Te has echado
tú. Más de seis meses tuve el guante guardado. Intenté tirarlo pero no podía.
Lo dejé en un cajón. Lo cambié mil veces porque sentí que su olor impregnaba
cada una de las prendas. Lo envolví en una bolsa. Hasta hace dos semanas.
Necesitaba una prueba. Lo volví a dejar en el lugar donde lo encontré” “Estás loca”
“Sí. Loca. Y no has dicho nada. No me has preguntado si era mío” “Sabía que no
era tuyo” “Ves sabías que no era mío. Lo sabías. Sal de tu mentira. Yo ya estoy
más aliviada. Ahora vete” “Me voy . Adiós. ¿No te lo vas a pensar?” “No quiero
pensar más. Han sido muchos meses. Una última prueba que no has superado” “Bueno
ya te diré donde estoy. De momento no voy a mover nada por si cambias de
opinión” “Yo ya he hablado con mi abogada” “Adiós”.
La puerta se cierra a su espalda. Es de noche. En su
interior se cierne el gris, o el marrón sucio, niebla o calina. No quiere
pensar en el mañana. Se tienta el bolsillo. Las llaves del coche, las de la
playa. No quiere dormir en casa de nadie ni en un hotel. No quiere reproches de
sus padres ni el consuelo de sus amigos. Su casa y su cama en la costa. Llamar
a Lucía no, todavía. Mañana será otro día.
No hay nadie en la urbanización de la costa. La brisa y él.
Abre el portón de entrada. Regresa al coche abre la puerta del copiloto. Mira
el interior e intenta imaginar al menos el momento en que el guante calló. Sí.
Tomará prestado un sueño de su pasado para pasar una primera noche en soledad
que será sin duda de hiel.
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