“Qué bolígrafo más chulo lleva usted” . Fue una de esas
cosas que se dicen a los pacientes para crear un ambiente de suficiente
confianza que permita una comunicación fluida.
Era un hombre de mediana edad, pero su aspecto taciturno, su
pelo claro y desarreglado, su mirada perdida y caótica sin detenerse en ningún
lugar, y menos en los ojos de quien le hablaba, le hacían parecer diez años
mayor. Se frotaba continuamente las manos, y después de frotarlas, se las
secaba en las perneras de los vaqueros . Habría preferido que no me ofreciese
la mano cuando entró a la consulta. Después de estrechármela fue él quien
volvió a refregarla delante y detrás en el pantalón. Dos lamparones de sudor
orlaban sus axilas. Su pelo estaba graso y su frente brillaba. Sus ojos claros
carecían de brillo. El bolígrafo, sin embargo resaltaba en su camisa arrugada.
Parecía de madera oscura, pesada por el pliegue que dibujaba en el borde del
bolsillo, probablemente caoba, con un aro dorado, que se continuaba con la
pinza que lo sujetaba al bolsillo, el metal estaba tallado con una fina
filigrana.
“No es un bolígrafo. Es una pluma”. “Es lo mismo. Es igual
de bonito” “¿Quiere verlo?” Me daba igual pero no me podía negar. Era pesado,
caoba o ébano, y muy antiguo. Ni un sólo rincón sin tallar. La destapé y la
punta refulgía, el contraste del dorado con el negro aumentaba la sensación de
nobleza. Era una joya heredada, sin duda. Era muy hermoso.
“¿Lo quiere?” En ese momento me habría considerado el hombre
más feliz del mundo poseyendo un objeto tan noble como aquél, pero no era
honesto aceptar un regalo de ese modo, sería casi un chantaje, pero era tan
bonito, no podía dejar de mirarlo. “No . Es suyo”. “Tómelo. Se lo regalo”. “Si
lo sé no le pregunto. Me está usted incomodando” Deseaba coger con mis manos aquel objeto precioso. “Tómelo. Yo
no lo quiero. Es suyo. No me haga enfadar” “¿De veras?” “Ya no es mío” “Pero si
cambia de opinión se lo devolveré” No creo que se lo fuese a devolver “No
cambiaré de opinión” Tomé el bolígrafo y lo coloqué en el bolsillo del pecho de
la bata.
El hombre se levantó. “Puedo lavarme” “Ahí tiene un lavabo”
Se lavó la cara y las manos. Se mojó el pelo, sacó un peine del bolsillo y se arregló
el cabello. Se estiró la camisa. Ordenó los faldones. Ajustó el cinturón.
Limpió los zapatos con una toalla de papel.
Se dirigió a la salida.”Oiga. Que no me ha dicho nada de lo que le
ocurre” “No importa estoy mucho mejor” Me miró directo a los ojos. Sus palabras
no vacilaban en su boca. Abrió la puerta y se marchó.
Le quité la capucha y la vi. Era una pieza bellísima. La
apoyé sobre el papel y escribí: Eres un
tonto. No recordaba qué era lo que había querido poner pero juraría que no
era eso. Lo intenté con algo bonito: Eres
el mayor de los tontos y tu madre una zorra asquerosa. Estaba seguro que no
era eso lo que quería escribir. Qué tontería, qué estaba pensando. Encapuché y
llamé al siguiente paciente. Se retrasó. “Hostias. ¡Qué pasa hoy están ustedes
tontos!” “Lo siento no le había oído” “No pasa nada” Refunfuñé. No miré al
nuevo paciente a la cara, miraba a todos lados. Las manos me sudaban. Me las
secaba compulsivamente en la bata. Cuando terminé la consulta me miré al
espejo. El pelo estaba grasiento y desordenado. Dos lamparones de sudor en el
polo de manga larga. Mi mirada era lánguida y las ojeras se habían pronunciado.
Sin embargo la pluma en el bolsillo brillaba. Me sentía pesado, cansado,
irascible, triste. El mundo era una mierda muy pesada. Menos mal que tenía mi
nueva pluma. Mi nueva pluma.
Subí a la planta. Un compañero me miró. Puso cara rara hasta
que vio la pluma. “Antonio qué bolígrafo más bonito” Mi cerebro gris avivó un
rescoldo. “Es una pluma. Tómala. Es tuya”.
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