Cuando a mediodía Renata, la camera de Rodilla del Centro
Comercial Arrixaca, me dio la ensalada César no noté nada raro. Ensalada, dos
bocadillos fríos y una coca cola light grande, un menú. Un tentempié para
seguir el trabajo por la tarde.
Está haciendo unos días muy buenos. El sol calienta, pero
aun no demasiado. Da gusto comer en la terraza aunque sea solo. Siempre pido
ensalada César y los mismos bocadillos varios años. Tomé un sorbo del refresco.
Saludé a dos compañeros que salían. Abrí al ensalada. Vertí la salsa César y la
revolví un poco para que la parte noble, el parmesano y el pollo se mezclaran
con la verdura y la salsa.
Yo como rápido. Comer sólo cuando has de volver a trabajar
en el mismo u otro lugar, convierte un hecho social como es el almuerzo en un
trámite. En diez minutos estaba apurando la última lámina de parmesano. Quedaba
una hoja de lolo roso que iba a ser mi postre. La ensarté con el tenedor. La
levanté. Abrí la boca y la hoja cayó de nuevo en el cuenco de cartón. Lo volví
a tomar, y en el lago que había dejado una porción de la salsa con los jugos de
la ensalada me pareció ver una hormiga que se movía. Me extrañaba porque el
Rodilla es un local muy aseado. Me puse las gafas y me acerqué hasta casi meter
la nariz en la salsa. No era una hormiga. Parecía un hombrecito. Sí, un hombrecito
que braceaba agotado. Tenía que verlo. Cogí el cuenco y bajé a anatomía
patológica. Si estaba mi amiga Agueda, le pediría que me dejase la lupa
binocular.
“Andrés dónde vas corriendo ¿Qué quieres?” “ Águeda ¿puedo
usar la lupa binocular?” Me señaló el despacho. “ ¿Eso qué es?” “ Luego te lo
cuento. No lo sé, por eso quiero la lupa”
Enfoqué al punto donde el hombrecillo nadaba a Crol en el
lago de salsa. No había nada. Cogí un hisopo y hurgué en la zona donde lo había
visto. En una de las catas salió chorreando. Había muerto. Le eché un chorrito
de agua. Era un hombrecito. Había fallecido. “Andrés ¿has visto lo que querías?”
“No Águeda no he visto nada”. Tiré el envase de la ensalada con su hombrecito a
la papelera. Volví al Rodilla y les pregunté por el origen de sus verduras. Me
dijeron que eran proveedores locales. Me enseñaron la bolsa y vi que era de una
envasadora de El Raal. Al lado de mi pueblo.
El fin de semana me acerqué a la envasadora. Les pregunté
por el origen de sus lolos. El encargado me señaló un bancal adyacente a la
nave transformadora. Después de pedirle permiso, inspeccioné cada caballón.
Estaba acalorado. Llegaba al último. Me mareaba. Una sombra de una morera me
acerqué. A mis pies una hoja bullía. Me moví despacio miré hacia abajo y vi
hileras de hombrecitos que se dirigían a un hueco del tronco. Moviéndome muy
despacio miré por una grieta del árbol y en el interior había lo que parecía un
templo.
Escuché la homilía. Aunque hablaban muy bajito, entendí que
estaban conspirando contra el mundo de los gigantes. En su religión esperaban
la llegada del fin del mundo, la destrucción que acabara con el mundo gigante,
para al igual que los mamíferos sucedieron a los dinosaurios, la civilización
liliputienese estaba preparada para suceder a los gigantes.
Me horroricé. Al lado del árbol había un poco de estopa. Tenía
cerillas, la prendí, la acerqué al hueco. La retiré. No tuve valor. Si el mundo grande desaparecía,
el mundo pequeño tenía derecho a su oportunidad. Yo no tenía derecho a cambiar
el curso de la evolución.
No hay comentarios:
Publicar un comentario