Las instrucciones desde el ministerio a la consejera de
sanidad habían sido claras: Un recorte de al menos un veinte por ciento en la
factura de farmacia de la Arrixaca. “¿Cómo?” “Tú verás” “ Desde cuando” “Ya
estás perdiendo tiempo” Y le habían colgado al Gerente. El Gerente a su vez
convocó a su equipo directivo y les hizo un planteamiento similar. Los
directivos reunieron a los jefes de servicio en los mismos términos. Fue un día
de reuniones intensas. Los viejos cánones de la calidad no servían. Se imponían
soluciones imaginativas. Con tanto y tan buen cerebro pensando no habría ningún
problema.
La primera medida fue exigir a los facultativos informes
para solicitar cualquier medicamento. A las enfermeras justificar a partir de
un número de gasas. A las auxiliares por el número de esponjas jabonosas.
Balance semanal: Se aumentó el gasto un diez por ciento.
Nuevas reuniones. Camarillas. Acusaciones veladas. Mucha
masa gris pensando encontraría esta vez sí la solución.
La semana siguiente, el clásico carrito de unidosis, donde
en cada cajoncito se encuentra el tratamiento de un enfermo se vio sustituido
por una bandeja de plata o alpaca grabada con extraños motivos, con una bolsita
de cuero por paciente liada con un cordel de piel. El celador traía aquella
bandeja justo al amanecer. El sistema de prescripción seguía funcionando sin
cambios, cada paciente tenía diez o doce anotaciones para una sola bolsita. Varios
pacientes más sagaces vertieron el contenido de la bolsita en un plato y no encontraron
diferencia entre un infartado y un enfermo de sida. Pero las instrucciones eran
claras. A tragar todo el mundo. Y eso que el olor que despedían las bolsitas y
su sabor eran nauseabundos. “Más curará” Tranquilizaban las auxiliares más
veteranas.
Fuera cual fuera el aspecto, lo cierto fue que cada vez
había menos pacientes ingresados. Comenzaron a detectarse curaciones milagrosas
en todas las especialidades médicas y quirúrgicas. Menos de la mitad de camas
estaban ocupadas, los quirófanos funcionaban al treinta por ciento, la UCI
estaba vacía. Con una expectativa así, urgencias estaba a rebosar, y aún así el
hospital no se llenaba.
Mi residente José me advirtió una tarde de guardia que las paredes
iban tomando un color cada vez más amarillo y que aquel extraño olor iba
llenando poco a poco cada rincón. Bajamos a la capilla y la cruz estaba al
revés “Se habrá caído Jose” además hacía mucho frío. Por la noche uno de los
pacientes enfermó, se agitó y decía que veía demonios por todas partes. Cuando
la enfermera se acercaba blandía una cruz. Prescribí risperdal y el celador
vino poco después con una de aquellas bolsitas. Le dije que no quería bolsitas,
quería una ampolla. Encogió los hombros. Llamé al interfono de farmacia. No
contestaban. Me cabreo pocas veces, esa fue una de las ocasiones. Bajamos a la
menos dos por el ascensor número seis que esta vez se comportó. Lo rodeamos.
Por debajo de la puerta de farmacia se filtraba un humo denso del mismo color
amarillo anaranjado que tenía las paredes. El olor era intenso. Un olor picante
a azufre. La luz amarilla oscilaba y las sombras con ella. Salió alguien
desnudo y al instante su cuerpo se cubrió del pijama. En la mano una bandeja
con una entrega de uno de los saquitos.
Jose y yo nos colamos. Nos colocamos detrás de un estante
con ruedas y nos acercamos a la sala. En el centro de un salón había una enorme
marmitaal fuego amarillo y una señora enormemente gorda malencarada con una
gran verruga en su nariz larga removía su contenido. A su alrededor en corro
entre risas ebrias bailaban a medio vestir o desnudas mujeres hermosas acariciadas
y mimadas por íncubos y súcubos. En los rincones hombres y mujeres s
revolcaban, mientras la bruja mayor echaba y echaba ingredientes a la marmita
mientras pronunciaba una salmodia ininteligible.
Poco antes de amanecer. Del interior de la marmita brotó la
imagen un macho cabrío que berreó, lamió los senos de la anciana. Escupió en el
interior del mejunje y desapareció. En un instante todos los danzantes dejaron
de bailar. Voltearon la marmita en pequeños moldes que después colocaron en las
bolsitas.
La puerta se abrió. Entró la Jefa de Farmacia. “Buen
trabajo, hemos reducido el gasto a un veinte por ciento” “Nuestro jefe también
está contento cada vez más almas. Pronto empezaremos en los Arcos y el Rafael Méndez” “ Adiós” y todas, menos la jefa de farmacia
salieron con sus escobas por la ventana antes del primer rayo de sol.
Cuando salió. La seguimos sin que reparara en nosotros,
subimos a la sesión y dimos el pase.
2 comentarios:
animando al enfermo.....¿he?
en tu crónica, no haces mas que corroborar, la idea que todos teníamos de "la arre y saca"
que tal andas?
SE va ampliando el círculo, pero trabajo en un sitio que para muchos es como Fátima. Me gusta desmitificar.
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