La luna iluminaba un mar que
apenas oscilaba. No había brisa. No hacía calor. No tenía ganas de hablar. El
paseo en realidad sin destino después de la cena no le estaba sentando bien.
Las palabras a su alrededor se amontonaban en su cerebro sin llegar a
comprenderlas. Habría pedido a sus vecinos que le acompañaban que se callasen
pero no lo hizo. Estaban haciendo lo mismo que todas las noches, las mismas
rutinas que otros días le habían hecho reír le molestaban. Taciturno siguió los
mismos pasos de siempre. Miraba al suelo. Las chanclas gastadas que todavía le
erosionaban el dedo. Las sombras de sus acompañantes se pusieron de lado. Giró
a la derecha. Alguien señaló un chiringuito de luz tenue azulada parecida a las
lámparas de ozono para cazar insectos. Según se aproximaba se sintió amenazado.
El chiringuito era una trampa. Era verano y
no había nadie. Ese color tétrico, la música meliflua: una ratonera.
Faltaba un enorme trozo de queso para quedar más claro, y sin embargo los que
le acompañaban insistían en que sus chanclas avanzasen hacia un peligro quizás
definitivo. Su mujer quería deshacerse de él. No podía confiar en nadie.
Deseaba escapar pero no encontraba el modo. Al principio de la senda de maderas
sobre la arena que conducía al chiringuito había un inodoro químico portátil.
Se fue quedando atrás de la comitiva. Barrió el perímetro con la mirada y se
encerró en el habitáculo. Los demás miraron
al escuchar el portazo.
No era un lugar confortable, pero
era su oportunidad. Podrían sitiarle pero no obligarle a salir. Sus necesidades
estaban cubiertas, menos el hambre y la sed. Intentó sentarse pero entre el
urinario, el hueco de la letrina y el minúsculo lavabo no encontró un lugar con
la higiene mínima.
“¿Cariño sales ya. Te estamos
esperando?” “No he terminado” “Llevas diez minutos” “Id sin mi. Déjame
terminar” “No nos moveremos sin ti. NO seas tonto y sal ya” “¡No. No voy a
salir de aquí ni en cinco minutos ni nunca!” “No me levantes la voz. Tú estás
tonto” “No estoy tonto. Os he descubierto. No me llevaréis a ese lugar. Es una
ratonera” “Pero ¿Qué estás diciendo?Has perdido la cabeza” “Antonio soy tu vecino.
No saques la broma de tiesto. Te esperamos tomando un golpe” “¡A la mierda!” “No
te pases Antonio que yo no te he faltado” “Pues yo sí y te digo que te vayas a
la mierda” “No le hagas caso. Está trastornado. Ha tomado demasiado sol” Comenzaron
a zarandear la puerta. El postigo estaba echado por dentro. Antonio estaba
afirmado a la puerta. “Antonio estás dando la nota como siempre” “No doy nada
¡no quiero morir!” “Llamamos al 112” “A la mierda el 112” “¡Antonio! Esto es
ridículo. ¿Por qué me hace pasar por esto? Piensa en tus hijos” “En ellos estoy
pensando y necesitan un padre” El vecino da una patada a la puerta que sacude a
Antonio que tiene que apoyarse en la
taza. “¿Qué ocurre?” nadie se había percatado de que la camarera del
chiringuito, una mujer de poco más de veinte años, ojos grises vidriosos con un vestido de gasa rosa fucsia
muy ajustado estaba estudiando la situación. “Mi marido que se ha encerrado y
ha perdido la razón” “¿cómo se llama?” “Antonio” “Antonio o sale inmediatamente
de ahí o le pego fuego al cagadero éste con usted dentro” “¿Quién es usted?”
“La dueña del chiringuito” “¡No por favor!”
Se da media vuelta. Va al
chiringuito y regresa con gasolina para prender barbacoas. Antes que el resto
pudiesen hacer algo roció la puerta y sobre todo el postigo y algo del interior
con el líquido y tiró una cerilla encendida.
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