“Se traspasa restaurante en
Puerto Lumbreras por no poder atender” La radio estaba demasiado fuerte. Se oía
desde la terraza de su casa. Sábado por la tarde. Julio. Una pedanía de Murcia.
Chicharras. Después de la siesta había salido a la terraza. Se había apoyado en
la barandilla y se había quedado traspuesto mirando los contenedores de basura.
Aun necesitaba unos minutos para despertar. No tenía nada que hacer. La radio
estaba demasiado fuerte. Se acercó a la cocina para apagarla pensando que el
dueño del restaurante de Puerto Lumbreras había ganado suficiente dinero y
ahora deseaba que siguiese otro su buena fortuna. Desenchufó el transistor y
volvió a la terraza. Azul papel, verde envases de vidrio, plástico y envases y
el verde la basura. Apoyado en el contenedor amarillo alguien había dejado el
cuadro y el manillar oxidados de una bicicleta de niño mientras había ido a la
cocina. Desde el fondo de la calle llegó un hombre joven moreno con un grueso
mostacho en una bicicleta con una caja atada al portaequipajes. Iba poco
concentrado, iba despacio y sin embargo la rueda chirrió con el freno. Se bajó.
Miró los restos de la bicicleta. Hizo varios encajes. Ató los restos y se fue.
Sintió hambre. Una cerveza, unas
chullas de jamón entre dos lonchas de pan de campo. Se puso en la silla que le
permitía ver los contenedores. Dos sillones viejos. Esperó. Cogió otra cerveza
porque el jamón le había dado sed. Secó
una reguero de gotas de sudor que le
empapaban el elástico del bañador. Un vecino tapicero de la escalera de
enfrente inspeccionó el sillón y comprobó que la estructura fuera firme. Llamó
por el telefonillo. Bajó su hijo al que encargó de cuidarlos. En cinco minutos
llegó con una furgoneta. Le miró arriba. Para la cabaña del campo. Se justificó. No
sabía que tuviera cabaña.
El sol se había puesto. El aire
se había parado. Hacía mucho bochorno. Nadie dejaba nada. El aire acondicionado
y la tele parecían mejor opción que fundirme en su terraza mirando a la basura.
Una furgoneta. Su vecino que volvía. No, era una furgoneta beis y mucho más
vieja. Se detuvo frente a los contenedores. Bajó una mujer del asiento del
copiloto. Llevaba algo en los brazo. Caminaba lento con las piernas muy
abiertas. El coche no se detuvo. Miró alrededor de los contenedores. Sacó un
cartón que sobresalía del contenedor del reciclaje de papel. Lo tendió en el
suelo y dejó el bulto pequeño que llevaba en los brazos. Escribió algo
apresuradamente y caminando raro se metió en el coche que había permanecido a
ralentí todo el tiempo.
Mientras cortaba el melón con el
cuchillo escuchó un quejido. Un gato. Pero no era hora de gatos. Venía del
cartón entre los contenedores. Se movía. Habían abandonado una mascota. Dos
perros olfateaban desde el fondo de la calle. No era un quejido. Era un llanto.
Dejó el melón y el cuchillo y bajó corriendo. Apartó a los perros. Era un niño.
Los ojos cerrados. Se movía poco pero
estaba vivo. El cordón pinzado con una pinza de tender la ropa con restos de
sangre. Una nota “No poder atender”.
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