El servicio de Correos era muy
prestigioso. Ahora nadie escribe cartas. Solo y cada vez menos los bancos y el
Ministerio del Interior. El correo electrónico, los chats, las redes sociales
han suplantado la función de las cartas con su inmediatez. Pero se ha perdido
tal vez la reflexión. La carta obedecía
a un deseo que se maduraba, unas palabras que comprometían, y se firmaba
como un contrato. Después se ponía el sello con la misma saliva de un beso y se
introducían en el buzón quizás con un suspiro y en disposición inmediata de
esperar la respuesta. Pasado. Pero el pasado vuelve.
Una buen amigo mío recibió la
semana pasada una carta. La estuvo viendo en el buzón varias semanas pensando
que era publicidad hasta que por fin se decidió a abrir. El remitente escrito a mano le
resultaba familiar. Esa letra cursiva y sin embargo redondilla con los palitos
de las pes o las bes muy bajitos y los puntos de las íes como un circulito le
removieron algo más abajo del diafragma. El remitente era ella. Después de doce
años le escribía. Siempre se regresa a las piedras en que tropezamos. Antes o
después. Doce años.
La última carta que él envió
quedó sin respuesta. Aquel silencio epistolar lo interpretó como un adiós. Hubo
un duelo y tiempos de silencio hosco, pero se superó, o pensó que lo tenía
superado. Doce años después. Como si nada. Doce años es mucho tiempo. Demasiado.
Lo que habría dado por esa carta en aquel momento. Habría cambiado de ciudad,
de vida, de amigos, lo que fuese necesario por la mujer de su vida. Pero un silencio
tan largo es como la muerte, o peor. Son silencios que sólo se curan con un
olvido que es imposible. El contrato del
silencio es peor que la rúbrica de una declaración de amor. Qué distinta es hoy
la indiferencia con la que pasaba por delante del buzón, que sólo abre cuando
rebosa o cuando se transparenta alguna notificación, en aquel tiempo tenía
controladas las visitas del cartero: hoy no ha llegado, mañana quizás, es
viernes, tal vez el lunes. Cuando llegaba, veía su nombre estampado en el sobre,
podía oler su perfume, sentir las trazas de su ADN en las huellas del trazado
de su bolígrafo de tinta violeta. Le gustaba palparlo para mezclarlo con su
propio ADN en una especie de cópula digital.
Doce años. Miró de nuevo su
nombre. Miró el sello de 2000. Miró la estampación negra sobre el sello con la
fecha de entrada 23 de noviembre de 2000. La carta había estado perdida todo
ese tiempo. Las palabras en respuesta a las suyas habían descansado en un
rincón olvidado de algún almacén. Alguien la habría encontrado y para evitarse
explicaciones la había vuelto a situar en el cauce no debió haber perdido. No
hubo silencio. Ni olvido. En aquel momento. Después sí. ¿Y si hubiese llegado
esa carta? Su vida no sería la misma en estos tiempos en que el aburriendo empezaba a
permear por poros que creía sellados. Necesitaba leerla. El ascensor lo llevo a
su planta. Abrió la puerta, saludó y se fue al baño, el único lugar íntimo de un
piso de cincuenta metros. Las manos le temblaban. Al abrirla el silencio se
rompería. Volvería el dolor por la desgracia más que la rabia por el abandono.
¿Y si las palabras fermentasen como los vinos y no fuesen y a las mismas que
cuando se escribieron? Pero los vinos también se pican y de vinos sublimes
cuando pasa su tiempo se convierten en poco más que vinagre. Sin embargo
cerrados siempre conservan la expectativa de una cosecha única.
Subió al trastero. Abrió la caja
de hoja de lata donde conservaba el resto de las cartas abiertas por orden de
fecha. Y sin abrirla la ató con el resto. Mejor la esperanza de un recuerdo que el vinagre.
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