sábado, 11 de julio de 2015

El pozo

Nadie entendió cuando lo abandonó todo. Menos aun cuando dibujó en el suelo un círculo de dos metros con su persona como eje, y después compró ladrillos, hizo una tapia cerrada que superaba dos palmos su altura. Después fue hundiendo el pozo en el suelo. Con ayuda de una polea elevó los capazos de tierra y piedra para verterlos en el exterior. Un día dejó de ahondar el agujero. Aunque era muy huraño, era visitado con mucha frecuencia por gentes del pueblo, unos preocupados por su salud, otros divertidos por aquel esfuerzo inútil de uno de sus convecinos. Al principio salió, pero cuando cumplió sus necesidades de un pequeño huerto que extendió por las paredes, cuatro gallinas y dos conejos, colgó de la pared uno de esos jergones suspendidos que usan los alpinistas dejo de salir. Cuando llovía guardaba el agua. Con sus necesidades y el compostaje de los detritus de las hierbas fabricaba el abono que necesitaba para su supervivencia. Hizo una cava junto al suelo de donde consumía hongos y musgo. Los que le miraban no le veían triste ni alegre, tampoco aburrido ni desesperado. Tampoco tenía mucho tiempo en aburrirse. A pesar de lo alejado de cualquier pueblo o ciudad, casi todos los habitantes se acercaban en algún momento. Los ancianos venía por la mañana, se asomaban, se apoyaban en la pared que hacía de brocal y dejaban caer alguna pizca de ceniza de cigarro, algún mondadientes, o salivilla. Por la mañana a última hora venían muchachos y muchachas. Las muchachas reían alborozadas mientras los muchachos más intrépidos caminaban en círculos con los brazos extendidos por lo alto de la tapia. Cuando decidían marcharse, más allá del mediodía, muchas veces alguno se arrancaba y vertía una meada que llegaba de una pared a la otra, gracias a eso la mayoría de las veces no llegaba al suelo. La siesta era solitaria, calurosa en verano y cálida con tonos anaranjados que no llegaban al fondo en el invierno. Las últimas horas de la tarde y la noche traían a los enamorados, a los melancólicos y a los tristes. Un día alguien echó al fondo una moneda convenciéndose de que con el gesto vería cumplidos sus deseos, desde ese momento monedas y más monedas, de poca cuantía, pero en una lluvia constante y mantenida que le habrían servido para amortizar la obra. Cigarrillos, mondadientes, salivilla o monedas, nunca protestaba, se cobijaba en la tienda de la pared o en la cava si se veía más amenazado y esperaba que escampase el temporal. Y un día desapareció. Sin dejar rastro. Aunque no se puede precisar cuando ocurrió porque fue una semana lluviosa donde pocos se acercaron, precisamente la lluvia y en el lodo de alrededor no dejó ningún rastro de pisadas. Algunos fabulaban con un helicóptero, o más allá,un ovni que le elevó por los aires. Los más viejos por boca de las leyendas apuestan porque la tierra convertida en lodo por la lluvia se lo tragó, y el fondo de su pozo vallado sería su último lecho. No se sabe. Ni se sabrá hasta que este cuento no sea historia o prehistoria y alguien excave como en Atapuerca y los hombres sean distintos si hay hombres. Han hecho un nuevo vallado alrededor y alguien ha excavado un agujero más pequeño donde se siguen echando monedas. Cada semana en invierno, cada día en verano , las monedas desaparecen. Esas sí que se sabe quien se las lleva.

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