palo santo |
Había que podar los árboles del parque. Enero. Antes que
comenzasen a brotar había que aligerar la carga de ramas. Los brotes verdes,
más flexibles, disminuyen el riesgo de los viandantes. Eran árboles jóvenes
chopos alineados. Cuando el jardinero se ponía delante, veía una fila perfecta.
Se sentía como un general delante de su tropa. Miró una segunda fila y encontró
una imperfección. El décimo árbol era más rugoso, crecía achaparrado y un poco
lateralizado, las ramas tenían entronques más nudosos. Parecía un árbol de
bosque. Desentonaba en un parterre.
Era un jardinero sobrevenido. En la construcción no había faena
y en la agencia de colocación le propusieron el trabajo. Asistió a un curso con
desgana. Ganaba menos de lo que había ganado los últimos años. Apenas llegaba a
cubrir gastos. Sabía que no debía pensar en eso. Eran las siete de la mañana de
invierno. Tenía una hilera de árboles que podar.
La jardinería es una labor creativa. Puede ser un arte.
Podar una hilera de chopos de una urbanización es una cadena de montaje. Tenía
la sensación de quitar las mismas ramas en cada uno. Llegó la hora del
almuerzo. Estaba solo. Era una de tantas urbanizaciones abandonadas a medio
hacer. Paró justo frente al árbol distinto.
Acostumbrado a los árboles idénticos, llegar a un árbol
distinto lo dejó perplejo. Midió con pasos las distancias entre todos los
anteriores. Quince pasos. Midió la distancia entre el anterior y el siguiente.
Quince pasos. Aquel árbol o estaba ya allí cuando plantaron el resto o de algún
modo había crecido después. Se acercó movió la tierra y comprobó que debajo
había un tocón enorme del que surgía un brote buscando el sol . No sabía qué
hacer. Imaginó cómo podar las ramas para que no se notara la diferencia, pero
no se le ocurría el modo. Estaba perdiendo el tiempo. Aun le quedaba mucho
trabajo. “Jefe hay un árbol distinto que ha brotado entre los otros” “Córtalo.
Deben ser todos exactamente iguales. Ese era el encargo y así debes dejarlo” Le
colgó.
Empezó a serrar una de las ramas más gruesas. “¡Ay!” Miró
alrededor. No había nadie. Siguió “Me haces daño” Un páramo a su alrededor. Cogió
el serrucho “No sigas por favor” “No puede ser, los árboles no hablan” “ Yo
también estoy extrañado, pero por favor no me cortes. Me duele” “Esto no está
ocurriendo” Esta vez cogió el hacha y atacó el tronco. “¡Me estás matando!”.
Dio la vuelta al árbol. Quizás era una broma. Algún compañero podía haber
dejado algún artilugio electrónico para burlarse. “No busques. Sólo me escuchas
en tu cabeza pero no estás loco”.
Se sentó. Mientras no le hería el árbol permanecía callado.
Pero si siquiera lo rozaba gemía y se lamentaba. No dejar de escuchar porque la
voz le sonaba adentro. No podría soportar escuchar su lamento hasta morir. Si
no lo cortaba estaba en la calle literalmente, del trabajo y de su casa.
Llamó a su jefe para que no le recogiese. Adujo que iba a
volver andando. A lo largo de toda la noche arrancó y replantó seis de los
árboles jóvenes a cada lado de modo que aunque diferente el brote del viejo
árbol parecía haber sido plantado. Le pidió por favor que se dejase cortar unas
ramas. Le insistió que crecerían de nuevo. El árbol accedió. En su mente el
jardinero sintió gemidos.
Siguió trabajando varios días en la urbanización. No volvió
a escuchar voces de árboles.
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