“¿Me vende un huevo y
una barra de ayer?” Acaba de entrar un hombre de uno cincuenta años. El traje
pasado de moda le queda pequeño. A pesar
de ello lo lleva abotonado sobre un vientre prominente. El cuello de la camisa
blanca está sucio. Tiene ojeras. Los carrillos enrojecidos. La mirada torcida.
No mira al rostro. No mira de frente. No parece humillado. Ha entrado a la
panadería del barrio cuando no había nadie. Su presencia incomoda a la dependienta. No sabe qué hacer. Sola
ante un hombre. Un huevo crudo es una petición imposible. Todo el mundo sabe que
los huevos se venden por docenas o por media docena. Se puede separar pero
nadie lo hace. Tiene miedo. Le da media docena y un panecillo. “¿Me puede dar
alguna moneda para el autobús?” Le alcanza un euro que saca del bolsillo para
no mostrar el dinero de la caja. “¿Sólo un euro?” . Le da otro. El hombre duda.
Ella está muy asustada. Entra una cliente habitual. El hombre se marcha. Ella
respira.
“Menos mal que has entrado. Ese hombre me estaba dando
miedo” “Tenía una pinta rara. ¿Me das una barra de pan? ¿Los huevos son
frescos?” “Fresquísimos” “Ponme una docena” “Dos cuarenta” Mira el monedero,
abre cada uno de los dos compartimentos. Sacude la cabeza. “Apúntamelo. No
llevo dinero” “No te preocupes. Lo pongo
en tu cuenta” Es clienta habitual pero sobre todo de fin de mes, antes llegaba
al veinticinco. Ahora a partir del veinte tiene que recurrir a la pequeña
tienda del barrio.
Falta muy poco para la hora de cerrar. Está cansada. Le
pesan mucho las piernas, pero esos últimos minutos pueden redondear la venta
corta del día. Un anciano. Nunca había pescado hasta que recogió a su hijo en
su casa después de la separación. “Te ha sobrado pan para pescar” “Algo ha
sobrado” Siempre le aparta barras del día de las que vienen quebradas o con
alguna deformidad. Nunca lo ha visto con cañas. Ni regresar con pescado. Ni
alardear de capturas. Nunca lo ve ir a
ningún sitio, pero siempre viene a por pan.
Es la hora. Baja la persiana. Toma las monedas y la caja.
Poca cosa. Por la mañana con los proveedores se quedará casi a cero. Apaga la luz. Sale. Cierra la puerta. Alcanza
el asa de la persiana. Se engancha. Tira. Se le ha olvidado su propia barra.
Abre la puerta. Enciende la luz.
“¿Vende tabaco?” La ha asustado. Una mulata muy bonita algo
entrada en carnes en un vestido muy ajustado. “Sí” “Camel y un Kit Kat”. SE
marcha. Se le volvía a olvidar su propia barra, aunque ya casi no tiene ganas
de cenar. La persiana se desliza por sus raíles y estalla contra el suelo. El
mejor ruido del día. Una noche calurosa. En los pueblos la gente sacaba las
sillas a la calle. En la ciudad sólo chorros ardientes de aire.
En la esquina de enfrente el hombre que le pidió el huevo.
Se tambalea. Lleva una botella oculta en una bolsa. Ella mira al suelo. Él
viene detrás. Tendría que haberse mostrado más enérgica. Fue débil más por miedo
que por compasión. Ahora quizás lo va a pagar. El coche está cerca. El miedo la
inmoviliza. El hombre se está acercando. A su derecha se abre un portón de una
finca. Es el pescador que no pesca. “Ayúdeme. Me persiguen” “Pasa hija”.
Cierran la puerta y el hombre pasa de largo. El pescador que no pesca sube y
llama su hijo. Una cara triste. Los dos la acompañan al coche. Se va a casa
hasta mañana.
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