Era un caladero prohibido enfrente de La Manga del Mar
Menor. Lo sabía. Pero de albañil no había trabajo con la crisis. Entre violar
una zona protegida y traficar con drogas o robar lo tenía claro. Tampoco tenía
pensamiento de esquilmar. Dos o tres buenas piezas al curricán o con la caña, nada de arrastre, para venderlas a algún buen restaurante y a casa. Salía solo
en un bote de 8 metros de eslora. Se arriesgaba en noches sin luna.
El día había ido bien, tres lubinas de alrededor de un kilo,
cinco doradas y un magre. Pulsó el botón del motor para levar el ancla y regresar antes
que amaneciese. El viejo motor chirriaba y empezó a gruñir. El cabo detuvo su
avance. El motor humeaba. Lo paró. Dio un par de tirones y el cabo estaba
tenso. Conocía aquellos fondos. Entorno a la Isla Grosa sólo había arenales
submarinos salpicados de praderas de posidonia.
Si quemaba el motor del ancla, con la compra de otro nuevo
perdería casi un mes de capturas. Si amanecía y la Guadia Civil del mar lo
pillaba allí y siendo reincidente la multa sería aun mayor con riesgo hasta de
cárcel para alguien con antecedentes. Cogió el neopreno que tenía en un rincón.
Tomó el respirador y las gafas y se lanzó al agua.
Nadar en aguas someras en una noche sin luna hasta para un
buceador experimentado es una experiencia poco agradable. El mar es negro. Por
todos lados ves reflejos fosforescentes, ojos minúsculos. Burbujas y un
silencio ondulado muy hostil. Llevaba una linterna, pero la luz hacía amable el
entorno inmediato, pero invisible el resto. Tomó aire y se sumergió. No había
más de seis o siete metros de profundidad. Llegó al fondo. El ancla estaba
clavada en la arena. Con su último aliento hizo un remolino que la despejó. Le
pareció que uno de los brazos estaba enganchado. Iluminó. Una mano. Soltó la
linterna . Se impulsó con las aletas y salió a la superficie. Subió al barco.
Agradeció la poca profundidad. Si no la descompresión habría llenado sus
pulmones y su cerebro de burbujas de nitrógeno. Era una mano. Ya casi no tenía
aire, pero estaba enganchada en una mano. Tenía que salir de allí con su ancla.
Cogió el machete que usaba para abrir el vientre de los peces y bajó.
La linterna iluminaba el lugar del enganche. Era una mano.
Una mano azul parcialmente descarnada, pero aferrada al brazo de su ancla. Con
el machete descoyuntó la muñeca. Y subió.
Activó el motor. El ancla regresó con la mano enganchada. Intentó soltarla,
pero tuvo que recurrir al hacha para desprenderla. Volvió a casa aterrado. De
regreso lo felicitaron por tan buenos peces. El dueño del restaurante le instó
a que siguiese su racha, las lubinas salvajes estaban saliendo muy bien. El día
siguiente tenía una reserva de postín. Le doblaría el precio si se las
conseguía.
Volvió al mismo lugar. La pesca aun mejor que el día anterior, pero no acababa de
estar contento. Llegó el momento de marcharse. Dio al botón del ancla. Subió .
Siguió subiendo y se detuvo de forma más seca que la vez anterior. Como un
tirón. Tenía que bajar. No iba a dejar allí su ancla. Vistió el neopreno, las
gafas y el tubo. Sorbió aire y bajó. El ancla estaba clavada en la arena. Hizo
el remolino, y esta vez la mano derecha azul sin vida la sujetaba. Era suficiente.
Se dio la vuelta y subió agarrado al cabo. El cabo se había soltado. El motor
se había activado. Se sujetaba firmemente al cabo que le iba a izar, pero una
mano le sujetó el tobillo hasta que le faltó el aire.
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