Un bolso grande estaba abierto encima de la mesa. Su peso lo
había vencido y se abría lateralmente hacia donde yo estaba. Una funda de
gafas. Clínex. Unas llaves. Un paquete de compresas. Un monedero. La mujer
estaba sentada con los codos clavados en la mesa y la cabeza apoyada en las
manos. Poco más de cuarenta años. El cabello teñido y achicharrado con una
permanente. Mascullaba palabras silenciosas, sin embargo sus carrillos
aparecían tensos en cada palabra. Pequeñas salpicaduras llegaban a la mesa. En
el suelo una bolsa con un objeto cilíndrico.
Cuando llevas dos horas en un tanatorio acompañando a un
familiar fallecido, el aburrimiento, la tristeza contagiada te dan sed. Fui a la
cafetería. Como eramos cuatro gatos, me fui solo por no dejar al muerto sin compañía.
Sentado en la barra me entretuve observando a la mujer.
Enfrente, detrás de la barra, había un espejo donde podía
estudiar cada uno de sus movimientos sin parecer indiscreto. Me fijé en sus
labios. Secos. Con un carmín marrón mal perfilado. El movimiento de sus labios
era regular. Parecía que rezaba. Sin mirar extendió la mano. Sacó el móvil.
Miró la pantalla y sonrió. Miró hacia el espejo donde yo miraba y los reflejos
de nuestras miradas se cruzaron. Tenía una belleza de una caducidad tardía.
Miré hacia otro lado.
Recibió un mensaje. Volvió a sacar el móvil. Lo leyó. Sonrió
ligeramente. Se puso las gafas de sol de concha muy grande. Su nariz pequeña y
respingona se perdía debajo del puente. Se levantó. Vestía un vaquero ceñido
sobre una figura esbelta y una blusa de seda estampada pero transparente. Dejó
un billete de cinco euros encima de la mesa y salió por la puerta lateral de la
cafetería del tanatorio de Espinardo.
Se había dejado la bolsa del suelo. Corrí tras ella. “Señora
se olvida su bolsa” Miró. Se bajó las gafas. “ Ah . Sí. Gracias” NO dio ni un
paso hacia mí. Salio del recinto. Miró a derecha e izquierda. A la izquierda
vio algo. Aceleró el paso airadamente. Sacó de la bolsa lo que me pareción una
urna. Tiró la bolsa al contenedor amarillo. Vació la urna en el contenedor
verde de las basuras orgánicas. En sus labios leí vete a la mierda hijo de puta. Cogió la urna vacía y la echó al
contenedor de envases.
Un Lexus blanco paró delante de los contenedores. Toco el
claxon y bajó la ventanilla derecha. La mujer se acercó. Se sentó en el asiento
del copiloto. Se besaron con pasión y desaparecieron hacia la senda de Granada.
Regresé a velar a mi difunto. Ahora sé que no dejaré que me incineren
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