Al principio de una carrera larga, una media maratón, estás concentrado. Tus músculos, tus
huesos, tus tendones te mandan mensajes y tú les envías a ellos. Estás parado
oliendo a sudor y adrenalina de otros cientos de personas a tu alrededor. Delante
un cronómetro a cero. Unos pocos aspiran a ganar, ya sea la victoria total o en
su categoría. Cada uno aspira a su victoria parcial, terminar, mejorar la marca
de una experiencia previa. Un petardo, una traca o una mascletá. Los primeros
se lanzan a correr. Los de atrás esperan trotando a que se despeje para comenzar, cada uno a su ritmo, la
carrera. Los primeros kilómetros, son duros, hasta que encuentras un ritmo
engranado y todo va bien.
Nuestro corredor caminaba hacia un buen tiempo. Veterano C (
superaba la cuarentena) el paso intermedio de los diez kilómetros, le llevaba a
pulverizar su marca y probablemente al pódium de su categoría. El objetivo se
estaba cumpliendo a plena satisfacción. Era una máquina que devoraba kilómetros
y ansiaba los siguientes. Cuando ya pasas los
cuarenta sabes que un día esa marca ya no se moverá. El simple hecho de
pensar en ello es un baldón difícil de superar. Corría. Corría. El sol el calor
parecía ser su alimento.
Unos metros por delante había una atleta. Magnífica en su
tiempo y en sus formas. Asidua de las carreras. Siempre le había llamado la
atención. Bellísimo rostro, bellísimo cuerpo en el biquini de corredora. Una
mujer a la que un hombre tímido como él nunca se habría acercado en la barra de
un bar o por la calle. En alguna otra carrera una sonrisa sí.
La mujer se trastabilló en un resalto de la carretera. Dio
dos traspiés. Rodó por el suelo y terminó sentada junto a la baldosa. Humillada
pero no herida.
La marca o la posibilidad que tanto había soñado. El mejor
tiempo que quizás no
tendría tiempo de alcanzar o la oportunidad que quizás no volvería a tener. Se
detuvo. “¿Estás bien?” “Sí” Le ofreció su mano. La ayudó a levantarse. Le
ofreció agua y un gel nutritivo. Ella se levantó. Se miró. Alguna rozadura pero
no tenía heridas graves. Miró en
dirección a los corredores que se alejaban y echó a correr. Ni una palabra. Ni
una mirada. Ni un gesto de agradecimiento.
Quedó perplejo. Trotó hasta terminar la carrera. Acalorado
directo al coche. Serio . Triste y marcado. Debería dejar de ser un soñador
romántico y bajar al mundo de la realidad. Por qué sufrir una hora y media con
el corazón bombeando a 160 por minuto para nada. Solo. Pero no quería la
realidad. Prefería sus sueños. Un mundo donde un corredora agradecida le diese
una oportunidad a una conversación y quién sabe si a una cita. Ese mundo
existía. Lo sabía. En algún lugar en una carrera o en la vida. Si ese mundo no
existiese no merecería la pena correr. No merecería la pena vivir.
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