No debería haberme dejado las pastillas de litio. El
psiquiatra me advirtió que estaría bien mientras las tomase. Si las dejaba, quizás alentado por
la fase maniaca que intentaba manifestarse,
podría volver a las andadas. Pero las dejé. Y salí un par de fines de
semana y me encontré como nunca. Todos disfrutaban más con mis ocurrencias,
menos en casa que no me comprenden. No debería haberlas dejado.
Desempeñaba mi trabajo con normalidad. O al menos eso creo.
Hasta aquel día que no me pude controlar. Estaba de guardia en la séptima
planta de la Arrixaca. La guardia estaba siendo muy tranquila. No puedo culpar
al ajetreo de mi trastorno. Me eché a la una. Leía más de media hora y el sueño
no venía. Apagué la luz. Los ojos abiertos. Ni un parpadeo. Conté ovejas. Pensé
en cosas agradables. Los ojos seguían abiertos. Quería levantarme. Por otro
lado no debía levantarme. Tenía que descansar para no descompensar mi
enfermedad. A las tres me dio gana de orinar o mi subconsciente brotado me hizo
creer que tenía ganas de orinar para que me levantase. Me levanté. Liberado de
la presión sobre el pubis. Con el último goteo se me ocurrió algo. Divertido.
Nunca preguntéis un por qué a un maniaco. Salí del baño. Salí de la sala. Las
luces de las plantas estaban apagadas. En la sala de espera junto a los
ascensores no había nadie. Pero había un extintor. Siempre había deseado vaciar
un extintor. Sonreí. El metal rojo estaba frío y era muy pesado. Quité el
seguro. Sujeté la manguera y disparé. A mi alrededor una niebla blanca espesa
que iluminó la penumbra del silencio. Casi no podía respirar. Cerré los ojos.
Los abrí dispuesto a huir hacia la habitación y a escuchar
el movimiento del hospital. Pero lo que vi me dejó inmóvil.
Estaba rodeado de decenas de siluetas blancas que vagaban de
un lado a otro sin que las paredes o las máquinas expendedoras suspusiesen un
obstáculo. Cuando chocaban con una superficie la silueta se remarcaba. Cuando aparecían
al otro lado la nube blanca los cubría de una forma cada vez más tenue. Sus
rostros de escayola o alabastro mostraban muecas de dolor , sufrimiento y
desesperación. Me moví. Todos me rodearon. Me dirigieron muecas amedrentadoras
u obscenas, como las que se dirigen a alguien que no te ve. Estaban confiados
en su invisibilidad. Permanecí quieto, aunque algunas muecas eran horribles.
Tengo alergia. La nariz me picaba. Aspiré y estornudé. Con el
torbellino de mi aire exhalado desaparecieron dos cabezas que tenía enfrente.
El resto se miraron sorprendidos unos a otros varias veces. En un gesto de oh.
Después un gesto de Ah. Corrieron hacia los muros donde dejaron por unos
instantes sus siluetas, dos de ellas decapitadas. Volví a estornudar. Ya estaba
solo. Era el momento justo de regresar a la habitación.
“¿Qué ha pasado?” Una enfermera salió a curiosear. “ Unos
gamberros que han vaciado el extintor y después han huido”.
Volví a la habitación. No pude dormir. No es agradable
dormir entre seres inmateriales que atraviesan las paredes.
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