La víspera del último día de estancia en San Juan
discutieron qué hacer hasta mediodía. El avión salía la seis. A las dos debía
estar en el aeropuerto Luis Muñoz. Medio día no es mucho. No podían despistarse
porque los aviones no esperan. La playa no le apetecía. La playa es arena, sol
y mar. No querían playa, eso lo tenían en casa y no tenían tiempo de acceder a
la Isla Verde, una zona paradisiaca. Las opciones era visitar los museos del
Viejo San Juan o visitar el parque natural de El Yunque.
Once personas y un chófer de ascendencia irlandesa
descendientes de irlandeses reclutados por las tropas españolas. Un hombre alto
moreno y socarrón. Por el camino les explicó los detalles de lo que iban a ver,
les advirtió del único peligro, las mangostas, unos pequeños mamíferos
comedores de serpientes y portadores de la rabia. “Si te muelden te contagian
y mueles de una folma telible. De niños las comíamos, pelo si una mangosta tila
babas, esa no la comíamos".
De niño, en Murcia, la rabia se esgrimía como argumento para
que los niños no se acercasen a perros desconocidos. Las babas. La agresividad
de los animales enfermos. Tuvo pesadillas con el terror que por el agua tenían
los rabiosos y sus muertes atormentadas, aislados, gimiendo y aullando como
licántropos.
Pasaron de los manglares de la costa siempre salpicados de
bungalows a un camino serpenteante. Primera parada en el centro de
interpretación. Flores, enredaderas y un bosque de árboles de treinta metros.
Segunda parada una cascada apenas visible entre la maleza. Después una torres
que ofrecía una panorámica del parque hasta la costa Caribe.
“Ahola estilalemos las pielnas” en un panel vertical una red
de senderos que recorrían los vericuetos de la selva. Le gustaba el monte. En
un cruce de caminos se apartó para ver de cerca un helecho arborescente. El
jurásico debió ser así. En el suelo el musgo y unos caracoles grandes y planos.
Más allá una planta de hojas de más de un metro. Y flores. Un paraíso. Un cruce
de sendas. El bochorno aumentaba. Estaba
narcotizado por el verde. Plantas comestibles y terapéuticas, otras drogas
votivas o lúdicas. Deshizo sus pasos y se topó con una cascada que no había
visto antes. Se paró e intentó escuchar voces para volver al camino. Lo tupido
del bosqueno impedía ver. Estaba perdido. Se había nublado. Oyó un trueno. Las
nubes bajaron a gran velocidad. La niebla se abatió. Otro trueno y goterones
rompieron contra el suelo. El aguacero era torrencial. En algunas partes del
camino había visto pérgolas que servían de cobijo. Llegó a una de ellas. No
sabía la dirección pero había subido. Imposible una lluvia más intensa. Las
partes llanas eran lagos, los arroyos ríos. Mientras no escampase no podrían llegar
a rescatarlo. Mejor no moverse. El móvil no tenía cobertura.
Noche cerrada y la niebla y la lluvia seguían incesantes. A
su alrededor escuchó un movimiento de ramas distinto al producido por la
lluvia. A dos metros aparecieron unos ojos brillantes. Se acercaban. Un nuevo
rayo iluminó un instante un animal peludo del tamaño de un gato. El rayo
siguiente lo iluminó más cerca. Reconoció una mangosta. Su mordedura podía ser
mortal. No iba a salir de allí. El animal subió a la plataforma resguardada de
la lluvia donde él se cobijaba. Otro rayo , cerró los ojos pero oyó su gruñido
e imaginó las babas de su boca. Antes de abrir los ojos algo le golpeó la
pierna desnuda. Se tocó. No sangraba. Aun había esperanza. Abandonó aprisa el
refugio. Avanzó solo unos metros, sus piernas atenazadas se negaban a responder.
Se sentó en el musgo de una roca. Tomó una hoja gigante para cubrirse la cabeza.
Cogió una piedra para evitar el ataque, pero el cansancio lo traicionó y se
durmió quedando a merced de la fiera enferma.
“Señol ¿Está bien?” Un guardia de parques nacionales de los
US “¿la mangosta rabiosa. Me ha mordido?” “Eh un gatico señol, venga usted
conmigo, sus compañelos malchalon ayel”
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