jueves, 19 de noviembre de 2020

El saltador

Un salto de veinte metros era una rutina. La primera vez, con la altura, un cosquilleo en el vientre y un vértigo que disimuló con dos respiraciones profundas. Después vinieron adornos, giros, saltos mortales. Cuando la técnica le aburría y no parecía tener nada que ofrecerle, la competición supuso un aliciente. Un tiempo. Las victorias. Los aplausos sonaban huecos. La victoria se convirtió en una rutina. Se retiró. Todos alabaron su decisión de retirarse en lo más alto de su carrera. Así se convertiría en un mito. Sus victorias serían recordadas sin la pátina del óxido de la derrota. Nada más lejos de su ánimo.Le gustaba la victoria, pero por el reto, el camino, la pendiente de esfuerzo que conduce a ella. Cuando estás en un punto alto rayano en la perfección, el camino se hace llano, la falta de obstáculos le aburría. No tenía motivación. Y estaba ese sueño. El sueño le apareció pronto, pero no fue capaz de escucharlo hasta el mismo día previo a su retirada. Dijo adiós y salió a las afueras. Una piscina helada en un polideportivo abandonado. Nunca había estado en aquel lugar, pero sus pasos no dudaron de su destino. Hacía frío, un frío de noviembre pero sin hielo. En la puerta principal le esperaba un personaje con un gorro cordobés y una antifaz sin ojos. Una cinta dorada en el gorro le serviría de señal. Con la luz escasa de la luna vio a lo lejos un reflejo dorado. Se coló por el hueco de un desgarro de una valla metálica. El personaje sin ojos agitaba la mano en su dirección con un cierto ritmo de una música que no le llegaba. La mitad de las dependencias estaban desmoronadas, invadidas por la maleza, hasta los graffiti estaban desconchados. Antes de llegar el hombre se introdujo en una puerta que se descolgó y golpeó con la pared. Dudó si seguirlo, pero recordó una imagen similar soñada. Siguió la luz que le llevó a una cancha. La cruzó y detrás de la otra puerta la temperatura bajó. Desde los ventanales la luna en menguante se reflejaba en la superficie helada. Tocó. Hielo. Miró al fondo. El trampolín de sus sueños. Se desnudó y caminó hacia la escalera. Subió rápido para combatir el frío. Miró abajo. Hielo grueso. En el sueño, su salto decidido no encontró ningún obstáculo, pero debía esperar el gesto del hombre sin ojos. Al fondo le saludaba. Alzó la mano. Cuando bajase la mano cerrada sería la señal del salto. La señal se produjo, dudó, pero saltó. El hielo era grueso, tenía una mezcla de miedo y excitación por la locura. Llegó al agua, sintió los roces de los bordes pero no se golpeó.El salto lo había emocionado, se había olvidado del frío, de la oscuridad del hielo. Se había rozado los costados. Nadó buscando una salida. El hielo se había cerrado sobre él. Eso no estaba en el sueño. Un techo de hielo que lo había dejado atrapado. Nadó el perímetro de la piscina sin salida. Se imaginaba congelado inerte descubierto flotando por la mañana chocando con la capa de hielo. Hacía frío.Debía pararse para no consumir más oxígeno. Atrapado después de su salto más valeroso. Iba a morir, ahogado o congelado. Cada vez le costaba más moverse, empezaban a dolerle los dedos.Morir. en ningún momento lo había pensado, pero su cerebro lento por el frío le anunciaba lo que iba a ocurrir. No se había dado cuenta que tenía los ojos cerrados. Los abrió y encima suyo vio la tabla del trampolín. Era el lugar por donde había entrado en el agua. El hielo sería ahí mas débil. A duras penas pudo separar el brazo entumecido del cuerpo. Empujó el hielo y el hielo hizo un ruido de celofán y se rompió. Emergió y respiró. Cogió su ropa. Se vistió y siguió la cinta dorada. El hombre de las mascarilla sin ojos hizo ademán de seguirlo pero se detuvo en el umbral de la puerta. Sonreía. Atravesó el hueco de la alambrada, y a partir de ese punto hacía calor.

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