En el país de los gusanos hubo
una sequía como nadie había conocido. La tierra reseca impedía a las lombrices
horadar el suelo. Las ramas secas de los árboles no dejaban brotes a las orugas
para terminar de crecer y hacer sus capullos. Los campos sin hierba los dejaban
al descubierto frente a ataques de cárabos e insectos mayores que también
andaban escasos de alimento.
Los gusanos viven poco. No tienen
sentimiento alguno de familia ni tradición que le ayude en los momentos de
dificultad. No conocen liderazgos. No tienen un sexo definido y algunos se
reproducen por simple partición en dos trozos. La escasez les hizo sentirse
unos a otros y ver congéneres que sufrían del mismo mal. Sin humedad no habría
una siguiente generación. Emprendieron un camino. Se arrastraban en superficie
por la noche si no hacía viento, en un avance lento con la misma falta de dudas
que les había hecho emprender un camino. Las primeras noches la mortandad fue terrible. Las primeras filas
fueron diezmadas por búhos y mochuelos hambrientos que no podían creer tamaña
abundancia. Se lanzaban y cogían con el pico, con las garras y regresaban a sus
nidos, alimentaban a sus polluelos y volvían una y otra vez. Aquellas muertes
eran inevitables. En lo sucesivo, los primeros en emerger de debajo de las
piedras fueron los más débiles, los heridos y extenuados, que sabían que si no
eran devorados, la más leve brizna de aire terminaría por desecarlos. Cuando el
festín de las aves había terminado, y los buches ahítos reposaban en sus nidos,
el resto partía en pequeños grupos y avanzaba antes que saliese el sol. En
pocas noches era difícil elegir el pelotón destinado al sacrificio, tal era la
debilidad del grupo. Necesitaban comer, lento y sin pausa como siempre han
comido los gusanos y beber algo más que escasas gotas de rocío.
Cuando las últimas fuerzas se
agotaban un gusano joven comenzó a devorar vísceras putrefactas de cadáveres.
La sequía había afectado a enormes
mamíferos, las larvas se daban un festín. El resto de gusanos lo siguieron.
Algunos pudorosos fallecieron antes que probar la carne podrida. El resto se
reconfortaron y siguieron con más vigor de cadáver en cadáver, cuyos
costillares además les daba protección frente al sol y las rapaces. La
logística del alimento estaba resuelta. Los epitelios aparecían turgentes, sus
intestinos se transparentaban por la piel y la vida se renovaba en ellos. Pero
había que avanzar. Con los gusanos bien alimentados, sin el sufrimiento del
hambre, ya no había gusanos voluntarios para el
sacrificio de la mañana siguiente. O quedarse y volver a la inanición o
la masacre cuando no quedasen más que los huesos sitiados por los depredadores,
u ofrecer en sacrificio a un grupo. Se barajó el sorteo. No se aceptó por los
gusanos más grandes y fornidos. El sorteo rompía la regla de juego que había
regido hasta ese momento: el menos apto perecía, la ley natural. Se
clasificaron los gusanos en más fuertes y más débiles, más inteligentes y más
torpes, más hermosos y más feos, los pertenecientes a la casta que dio la idea
de la diáspora y el resto. Los más débiles, los más torpes, los menos hermosos
y lo no pertenecientes a la casta se entregaban al sacrifico. Poco después se
unió a este grupo quien no respetase las reglas establecidas por la casta
dominante, quien comiese antes que los superiores, quien comiese más que la
ración asignada o de la porción que le correspondía, salvo que fuese hijo de la
casta, al día siguiente se le condenaba al sacrificio.
Y llovió. Por fin llovió como no
recordaban. Los gusanos pudieron volver cada uno a su vida estúpida de gusanos.
Muchos gusanos que se encontraban cómodos con el estatus que la desgracia de
todos les había traído lo lamentaron.
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