Un zumbido . De la oreja derecha
a la izquierda. Hasta ese instante dormía. Me giro a la izquierda. Después a la
derecha. Un cosquilleo en la nariz. Soplo. Hace calor. Estoy sudando. Silencio.
Un silencio vacío con ecos que resuenan dentro de mi cerebro. No es el mismo
silencio que había anoche. Un silencio como el de antes de la lluvia, o el de
la selva cuando irrumpe un depredador oculto, o el silencio que hace agacharse al héroe que intuye al
enemigo. Sch. Abro los ojos. Si me mirase desde el techo vería reflejada en
ellos a la mosca posada en la lámpara sobre la cama. Está arriba. Me mira con
los cientos de pequeños ocelos. Si pudiese verla aumentada vería una imagen mía
en cada uno de ellos. En cada uno de ellos una perspectiva ligeramente distinta.
Yo sólo veo una mosca. Una mosca con cuatro alas y reflejos tornasolados, verdes,
azules y alguno rojizo. No es más que una mosca. Lo sé. Una mosca negra y
comedora de mierda. Pero me estudia. Se ha quedado quieta. Yo me he quedado
quieto. Si me muevo me atacará. No sé cómo, pero lo hará. Será un ataque mortal
o me dejará malherido. Las moscas no tienen veneno pero ésta sí . O me
transmitirá infecciones: una encefalitis, quedaré retrasado o tetrapléjico, o la
peste, o el cólera, o la enfermedad del sueño. Me quedo quieto. Respiro lo justo
para mantener el resuello. Dejo los ojos abiertos. Si se acerca los cerrará.
Sellados, sin una lágrima, sin una legaña, pero evitaré que ponga sus huevos en
los tarsos de los párpados. Si los huevos dan lugar a larvas me devorarán los
ojos, muy lentamente de forma meticulosa beberán el cristalino, comerán la
retina, la coroides y la esclerótica. Roerán el periostio de la órbita si la
dejo. Está quieta. Se mueve. Da vueltas en torno a sí misma. A veces aletea. Un
mensaje. Una llamada. Cientos , miles de moscas están en camino. Puedo oír el
zumbido. Gritar puede ser una solución. Estoy solo. Aunque gritase nadie me
oiría. No me gustan las habitaciones exteriores por eso elegí esta tan poco ventilada.
Mi pulso se ha desbocado. Con una respiración suave no consigo mantener mi sangre oxigenada. Aire. Necesito aire. Un jadeo, un suspiro, una respiración honda que hace que el silencio
caiga hecho añicos que tintinean al alcanzar el suelo. Fija en mí sus cientos de
ojos. Quizás sólo decide con uno de ellos, quizás como en los bizcos el resto
son ojos ciegos de atrezzo, pero no distingo cual es el que dirige la mirada. Me
contempla inquisitiva. Me ordena silencio. Me ordena quietud. Le suplico. Intento encontrar el ocelo que se ocupa de su visión. Se frota las patas
delanteras. Puede oler los refuerzos. Mis días están contados. O mis días de
salud. Si hubiese puesto mosquiteras en la ventana de la cocina podría haber
sobrevivido, o haber evitado la invalidez. No lo hice por pereza. Por evitar la
suciedad de la reforma. Y ahora la pereza me mantiene aquí. La puerta está a la
derecha. Y a dos metros la calle. Un
giro, un salto desde la cama y correr. Ignoro la velocidad del vuelo de una
mosca. No sé si su pestilencia contactaría conmigo. Pero si no lo hago estoy
perdido. Antes de dormir controlaba cada centímetro de mi cuerpo. Ahora no sé si
podría moverlo. Quizás alguno de sus ocelos tiene la capacidad de la
hipnosis o tal vez no se trata de otra
cosa que de sugestión. Se mueve. Frota las patas. Mueve las alas. Se lanza en
picado. Se posa en mi frente. Bebe de una gota de sudor que la puebla. ¿Me habrá
contagiado?. Estoy perdido. UN manotazo y
corro. Quedan dos puertas entre ella y yo. No voy vestido. Me siento en
cuclillas al lado de mi puerta. Sello con la alfombrilla la rendija inferior de
la puerta.
“Vecino ¿qué haces ahí en pelota?”
“No sé. Me he dejado las llaves dentro” “Me dejaste una copia. Te las traigo”
“No por lo que más quieras”
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