La semana ha sido dura. Terminó.
Viernes por la noche. Verano. Junto al mar. Subes a casa. Tu hija está sentada en la mecedora
de Ikea. A esa hora no suele estar ahí. Ojeras. Diez años. Labios fruncidos.
Irascible. Un comentario. Se encierra en la habitación. Llora. Las
hormonas, piensas. Su madre entra.
Confidencias de mujeres. Sus amigas suplentes de verano le dan de lado. Con la
puerta entreabierta ves a tu hija llorar entre las dos camas. Con diez años no
puede comprender que quien te quiere te hace cosas buenas y quien no malas.
Tampoco comprendería si le dijeses lo mucho que se puede sufrir por amor
correspondido o no.
24 horas. No son las hormonas.
Mientras paseas un toque a su móvil con número oculto. Llama. Una voz conocida
no conoce a nadie con el nombre de tu hija y cuelga. Dos toques más. No llames.
Le dices. Es mejor perder a quien no te quiere. Cuando no la veas llamará. Sus
amigas vienen de frente. No miran. No la saludan. Quieren que tu hija se sienta
nada. Con quince años eras ya consciente de cuando algo dolía a alguien. Le dices
que se olvide. Llora y se comería las uñas si le quedasen. De vuelta de nuevo
las amigas. Su tía no puede aguantar.
Les insiste que qué pasa. Son muy amables. Claro. Son muy buenas amigas. No
puedo verlo. Me voy. No me gusta ser intervencionista en las vidas de mis
hijos. La libertad es sagrada aunque duela.
7 días de normalidad. Vienen
otras niñas. Sentado. En unos minutos la cena. Vienen las amigas y una madre.
Tu hija recibe continuas llamadas de un número oculto. La insultan. Retaco. Y
groserías hasta para un adulto. Una madre de las niñas ha puesto el teléfono en
altavoz, una niña crecida se ha identificado. Ha insultado y ha colgado. No es
fácil ser padre. No es fácil vivir. Requisas el teléfono de tu hija cuando
aparece una nueva llamada con número oculto. Aceptas. Callas y escuchas.
Preguntan si hay alguien. Le dices que la Guardia Civil ha localizado el
teléfono y cuelgan. Están en la playa. Te devanas entre no intervenir y
joderles la fiesta que celebran con quince años en la arena. Te acercas. Tres
niñas entorno a un móvil. No quiero más llamadas les dices sin señalar a nadie.
La guardia civil tiene el número y te das la vuelta. Las tres niñas se levantan
en pos tuyo. Su premura las delata. Una de ellas con aspecto de Lolita te tutea
y te dice que tenéis que hablar. No hay nada de que hablar. Uno debe ser
responsable de sus hechos. Le insistes que tú no has señalado a nadie. Te
repliegas. De lejos el amigo te insulta. Te das la vuelta. No se atrevería a
decírtelo a la cara. De nuevo te das la vuelta. Tiene quince años es menor y tú no
aunque te suba un palmo. Grita como un poseso y te tira piedras. Sus hormonas
claman. Estás nervioso, pero satisfecho porque les has jodido una fiesta
báquica. No estabas dispuesto a que el cordero lechal en sacrificio fuese tu hija.
Por la mañana niegan. No han sido
ellas. A pesar de que se identificaron, a pesar de que se dieron por aludidas,
a pesar de que estuvieron tratando a tu hija como una no persona. Se empieza
por convertir en cosas a quien detestas y después su vida no te importa. Ya lo
hicieron los nazis. Hay nazis con quince años y con veinte y con treinta y con
cincuenta, con ciento veinte hay pocos.
Si la llamaran pasado mañana,
seguramente tu hija iría con ellas.
Así es el reposo del guerrero,
siempre velando las armas. De día y de noche. En verano y en invierno. En
periodo laboral y de vacaciones.
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