La copa en la mano. En la pista.
Solo. Los ojos saltones claros. Ojeras. Pelo ralo rubio y canoso. De espaldas
fue un hombre delgado. De lado su vientre se abomba apenas disimulado por una
camisa de cuadros con los faldones fuera. Se contonea. Nadie con él. Se mueve a un
lado y a otro como se movía cuando tenía veinticinco o treinta años menos. A
veces oscila, cimbra como una pértiga bajo el peso de un saltador pero se
mantiene en pie. Mueve su centro de gravedad alrededor de mujeres que bailan en
la pista. Acopla su baile desde la espalda y les susurra. La pareja de una de
ellas se interpone. Sin parar su contoneo, sin hablar comprende, oscila y se
aleja.
Ha pagado entrada. Una camisa
limpia y unos zapatos te dan derecho a pagar una entrada para escuchar a un grupo que hace
versiones con un cantante que se hace el simpático. Los ochenta. Sabe que la
gente que tiene delante ya no eran niños cuando esas melodías fueron populares.
En las barras se arraciman personas que
más que añorar la música se añoran a sí mismos en aquel tiempo. Añoran
su vida, su cuerpo y su deseo, el suyo y el de sus parejas, les gustaría cerrar
los ojos y al abrirlos encontrar su reflejo de ayer.
El bailón oscilante de los ojos
saltones sube dos tramos de escaleras. Se apuntala a la barra. Espera a la
camarera que al acercarse para escuchar lo que le pide muestra un escote
amplio. Él sonríe satisfecho de sus palabras. Ella no, se da la vuelta y coge
una botella de ron y otra de cocacola. Le pide siete euros y se acerca al
seguridad que hay en la barra con camiseta negra ceñida.
El cantante pide canciones. Da
opciones pero le piden otras. Canta la que le da la gana. Abajo le siguen
igual. El de la barra ya está de nuevo solo. El camarero musculado se ha fijado
en él. Le va a dejar que tome cuatro copas
más, veinte minutos al ritmo que va, y si no cae por el alcohol, lo invitarán con
discreción a abandonar el local. Este año están cuidando el ambiente. Parejas y
grupos de mediana o más edad. Los adolescentes y los jóvenes ya vienen bebidos
de la calle. Mucho jaleo, y poco gasto. En unos años reflexionarán sobre sus
destino o cerrarán como tantos sitios. La gente quiere que los sitios a los que
sale en su juventud sigan inmutables, la gente y los decorados, para olvidar en su ocio el
paso del tiempo.
El cantante se despide muy
satisfecho, no por la actuación, sino porque la actuación ha terminado. Si
sigue así le parecerá que actúa sólo para ancianos. Tiene que comer. El tiempo
de la devoción por la música pasó. Las facturas y las hipotecas.
El de los ojos saltones ha
consumido su última copa. Se acerca a la pista donde se ha acabado el directo.
No sigue. Sabe que ya no es capaz de mantener el equilibrio. También sabe
porque es cliente habitual que si comete el más mínimo desliz lo echarán muy cortésmente. A su derecha y a
su izquierda giran sendas bolas de escamas que reflejan los haces de luz de dos
laser rojo y verde sobre la pista y los alrededores, se posa sobre los hombros
y la cabeza como caspa de colores.
Con la música disco se abren las
puertas y la pista está ocupada por decenas de jóvenes mucho más bebidos que el de los ojos saltones. El encargado que ve caer los reflejos sobre sus rostros
jóvenes sabe que dentro de quince o de veinte ellos también querrán escuchar la
música de los años diez. Querrán ver posarse
sobre sus hombros nuevas ventiscas de caspa de colores.
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