“Hijos qué guapos estáis dormidos. Ahora nos vemos poco. Os parecéis
mucho a mi. Cuánto os va a echar vuestra madre de menos”.
“¿Qué tal tú por aquí? “ “Voy a
quemar unos rastrojos” “Entresemana no sueles venir” “Pero uno se hace mayor y
tiene querencia por la tierra” “Pasa que se te echa la noche encima. ¿la
familia bien?” “Tirando tío Nicolás”. Pasa la cancela metálica. Cierra la
puerta a sus espalda. La finca, de aproximadamente una hectárea, está
completamente cercada.
Su padre siempre tiene troncos apilados
para hacer brasas. Ramas más pequeñas para que prendan. Nunca ha usado
pastillas para prender una hoguera. No lo va
hacer ahora. Un claro en medio de la finca es el lugar adecuado. Forma
dos paredes y un fondo con ladrillos . Encima una chapa que usan para las
barbacoas cuando el día del santo de su padre y su hermano se junta toda la
familia. El perro ladra alrededor del coche. Se acerca y lo acaricia. El perro
lo lame pero no se aparta de la puerta trasera del automóvil. Revisa la estabilidad
de la covacha. Va a necesitar mucha temperatura, como un horno.
Un lecho de ramas finas. Un lecho
de troncos entrelazados para que entre el aire imprescindible para una buena
combustión. Vuelve al coche que había dejado cerrado a pesar de haber cerrado
la puerta tras de sí. Saca dos sacos de basura negros. Uno es más pesado que el
otro. Orienta sus pasos a la pira sin encender. Para a medio camino. Se le
adormecen los dedos en la mano derecha donde lleva unos arañazos. Deja el peso de esa mano y
sigue con el más pequeño. Lo sitúa sobre los troncos y regresa a por el otro
más pesado. El plástico ha comenzado a desgarrarse, lo coge en brazos. No siente
calor. No sienta nada. Solo la fatiga del peso. Lo sitúa al lado del otro y
rellena los huecos por encima con troncos. Deja más troncos en el lateral para
rellenar el fuego. No sabe cuánto va a durar. Sólo deben quedar cenizas. Ni un
resto. Coge encendedor que emplea su padre para meter fuego. Directamente sobre
hierbas secas. Ni papel. El fuego tiene su ritual. Hace dos días llovió. Las
hierbas están húmedas. Cuesta encenderlas, después el humo será espeso, el
vapor despedirá esencias que disimularán el olor. Vuelve a la cocina y busca
broza seca en un rincón a salvo de la lluvia y del rocío. La acerca y ahora sí
prende como yesca, y poco a poco las ramas finas comienzan a humear. El
plástico prende antes que las ramas, las dos bolsas se deshacen en un instante
dejando dos cuerpos pequeños expuestos a llamas . El rígor de la muerte los
mantiene en la misma posición aovillada en que quedaron después que el oxígeno
abandonase definitivamente sus pulmones y su sangre se detuviese en sus venas.
Él los contempla. Tranquilo. Él mismo ha denunciado la desaparición. Un padre
desesperado. Un nuevo caso como el de la niña inglesa. El fuego prende todas
las ramas. Olor a pelo quemado. Olor a grasa achicharrada que le recuerda el de
algunas matanzas que se han hecho en el mismo lugar. Cuando el fuego consume la
madera introduce más y más madera hasta que cada vez hay menos restos que
quemar, pero sigue así varias horas.
“Vuestra madre estará llorando desesperada. Nunca podrá llorar vuestros
cuerpos. Que sufra. Que sufra como ella me ha hecho sufrir a mí”
Si no hay cadáver no hay caso.
Está preparado para lo que venga. Cree que es suficiente. Con un hierro muele
las brasas y lo que quede. Cuando se enfríen buscará si queda algo que quemar y
enterrará las cenizas. Mañana será otro día. Le echa de comer al perro, se
ducha, se cambia de ropa y se va.
No hay comentarios:
Publicar un comentario