Sentado delante del ordenador la
percepción del calor en una noche bochornosa de agosto es mayor. La concentración en la pantalla te impide
apreciarlo. Cuando las gotas de sudor chorrean por la frente y las sienes y
debes girar la cabeza para que una gota no rompa sobre el teclado vuelves a la
realidad. Te sales de la pantalla como quien se apoya al borde de una piscina y
vuelves a tu mundo caluroso. Ahora te das cuenta que desde que te sentaste
sientes agitarse el cabello corto junto a tu sien derecha. Un cosquilleo leve.
Agradable. Como un tic o los movimientos automáticos de un orgasmo. Intentas
volver al karma del que te ha sacado. Vuelves a conectarte, lentamente porque
es una conexión 3G. Hace el recorrido por tus páginas feisbuk, los periódicos económicos
y los deportivos. Todos igual que hace siete minutos. Cierras la conexión para
no consumir megas y abres el documento de Word en el que estabas trabajando sin
que el cosquilleo que ahora se acompaña de un zumbido muy ligero, como veinte veces más bajo que el de
una mosca o un mosquito. Picor en la zona del tic. Acercas la mano que tienes
entumecida por el ratón. Cuando vas a apoyar la uña del índice sobre la piel el cosquilleo se contagia al dedo y desciende por el cuello. Miras y sacudes el
borde húmedo de tu camiseta. Un cucaracha de seis centímetros marrón cae al
suelo. No soportas las cucarachas. Ahora concuerdan todas las últimas
sensaciones que has experimentado, el picor, los pequeños espasmos y el zumbido
sigiloso. Corre por el suelo, Corre por la pared y amenaza con ocultarse entre
los cojines de tu sofá favorito. Te levantas descalzo con la zapatilla en la
mano. La persigues. Impides que se oculte y golpeas. Queda aturdida patas
arriba. Golpeas y la desmiembras parcialmente. Dos o tres sacudidas y queda
inmóvil. La recoges y la tiras a la basura para evitar que se convierta en un
festín de hormigas.
Por la noche no te puedes quitar
de la cabeza la sensación tan agradable del cosquilleo detrás de tu oreja antes
de saber que se trataba de un insecto que detestas. La recuerdas en el suelo
con su color tan brillante que te recuerda al ámbar. El movimiento grácil de
sus patas delgadas como batutas. Su huida. El aturdimiento lastimero después
del primer golpe y su apariencia debilidad una vez muerta por desmembramiento.
Y ahí termina la pesadilla.
Unos días después, por la noche, a
la luz de la pantalla vuelves a tener el mismo cosquilleo. Tardas en darte
cuenta. No es lo mismo. Es muy parecido pero no es lo mismo. La sensación que te acompaña proviene esta vez del oído. No. No es lo mismo. No sientes los
espasmos. Introduces el índice en el oído. Nada más entrar se recrudece el
hormigueo que se convierte en una sensación de que algo bulle. Sin apenas
presionar percibes un chasquido dentro del oído. Sacas el dedo. Entre el cerumen ,
aplastada, una cucaracha pequeña , de algo menos de un centímetro. Sudor frío.
Dolor y remordimientos. Habías acabado con la madre y ahora con la hija. Te
limpias con un kleenex y depositas los restos en el jardín junto a los de la
madre. No has tenido pesadillas porque no has conseguido dormir.
Por la mañana has visto alborozado
corretear dos pequeñas más por tu almohada. La prole no se extinguía con tu víctima. Reclinas la cabeza y corren con sus patitas negras hacia tu oído, siempre
el derecho. Ni por un instante has pensado que puedan suponer problema alguno
para tu salud. Además el deber es el deber y estás en deuda. Ahora sí vas a
descansar. En un par de horas saldrás a una pastelería a comer algo dulce. Para ti y para ellas.
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