“Su cortado”. El tallo es un bar
de playa que parece un bar de pueblo abandonado. Una familia a la que abandonó
la suerte. Un bar anclado al pasado junto al puerto de Los Urrutias del Mar
Menor. Ahora lo atienda la viuda del antiguo camarero. Un hombre que siempre
pareció muy enfermo hasta que murió hace dos años. Yo creo que fue
el tabaco. No superó la prohibición de fumar mientras atendía a sus clientes en
la barra. El local agoniza. Lento. La esquina de sus cristaleras, sin embargo
se abre al mar al Sur y al Este, una garantía de luz incluso en los días cortos
de invierno. Puede haber ocho mesas, pero nadie las ocupa. Sólo una o dos de
ellas por clientes que toman carajillo o cerveza. En una barra exterior se
afirman los del revuelto. Pescadores o mecánicos portuarios. Clientes de todo
el año acostumbrados a la larga depresión invernal de los lugares de
vacaciones.
Tengo el vicio de mirar. Un
anciano saluda desde detrás del ventanal de madera que da al sur. Entre él y yo
no hay nadie. Se ha equivocado. Un par de minutos después regresa, mira hacia
atrás y sonríe, saluda y se marcha sacudiendo la cabeza con el ritmo rápidos de
los viejos caminantes.
En el salón las mesas y sillas de
formica y patas metálicas de color marrón. Y dos mesas dobles, colocadas a lo
largo desde el ventanal del sur con un mantel blanco de papel, servilletas
también de papel y seis vasos boca abajo. No hay más aliños. Sale la magra con
tomate. Un señor gordo a mi derecha va a pasar del desayuno al almuerzo. Un
tercio y una tapa de magra mientras lee el periódico y suda porque no hay aire
acondicionado.
Por fuera de las ventanas con
palillería antigua de madera, una persiana a medio subir. Entre las dos mesas
del comedor, que no se usarán, una mesa pequeña colocada como un escritorio
frente al ventanal. Una única silla. El centro de la silla ocupa la
intersección exacta de mi posición y el saludo doble del anciano.
“Este verano hace mucho calor”
Comenta desde detrás de la barra la viuda. Mi camiseta exhibe churretes de
sudor, sus axilas lamparones. “Sí mucho. Oiga le puedo preguntar algo” “Le
advierto que yo soy casi analfabeta” “Mire me ha llamado la atención esa mesa
que tienen puesta frente al ventanal del comedor con una sola silla. ¿Es para
algún cliente habitual?” Se ríe. Se tapa la boca y mira a su hermana, idéntica
pero más gruesa que está sentada frente al refrigerador a la salida de la
cocina que coincide con la entrada de los baños. “No. NO es para ningún
cliente, no lo permitiríamos. Son tonterías de viejos” “No es necesario que me
lo cuente, pero ¿tiene algo que ver con
un anciano que me ha saludado dos veces” Se miran de nuevo y vuelven a reír.
“No se lo diga a nadie. Mi marido. Murió hace dos años. En paz descanse. El
verano pasado cuando aun guardábamos luto, ese hombre se pasó todo el verano
saludando al pasar por la ventana. Había sido cliente nuestro, pero por
problemas de salud le quitaron el tabaco y el alcohol, y el hombre dejó de venir
pero no perdió la amistad con mi marido. Al final de agosto salí a decirle que
mi marido había muerto. Él al verme de luto se sorprendió. Le dije que mi
marido había muerto hacía varios meses. Me dijo que era imposible que lo
llevaba viendo en la ventana todo el verano
a la hora a la que solía tomar el café, que le había extrañado verlo
fumar dentro del bar, pero sin duda era él. Los días siguientes siguió saludando. Nosotras salimos, pero no
vimos nada, pero ¿qué cuesta poner una mesica y un cenicero en una ventana por
si se cansa?, y a última hora, cuando ya los clientes han terminado le dejamos
el Marca para que lo lea”
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