Cocina de mercado. En la plaza de
abastos. Paseas. Ves las verduras, las carnes y los pescados. Decides qué va a
ser tu sustento. Algunos problemas con las cantidades. Desde que vives sólo no
tienes cálculo. Siempre hay comida de más que organizas después en tupper de la
nevera. Las almejas serán un buen aperitivo. Después pasta. Un poco de tomate
de bote, un trozo de queso reseco rayado serán el plato. Una cerveza y una
siesta disfrutando del aire acondicionado mientras en el exterior el asfalto
humea al calor de los casi cuarenta y cinco grados. Una caña y una marinera en
el bar de la plaza. Y a casa.
Una raya de aceite. Las almejas
en una sartén cubiertas por una tapadera para que el vapor se condense y no se
pierdan sus jugos. Cuando se abran las colocarás una a una en un plato que te
parece bonito. Esperas. Un chasquido que te recuerda al estallido de las
palomitas. Quitas la tapadera y en medio del jugo lechoso que se acumula se
abren algunas almejas. Una a una se abren todas. Salsa verde. No la has preparado.
Perejil, ajo picado en el mortero un chorrito de un buen aceite y después el
jugo de las almejas. Perejil. No tienes perejil. La saliva de tu boca se había producido
en respuesta al perejil. Es una catástrofe. Abajo has oído ruidos. Hay alguien.
Bajas. Llamas. Nunca te has fijado en quien vive ahí. El reflejo de una mirada
por la lente de la mirilla. La puerta se abre. Sale una mujer envuelta en una
toalla de baño con el cabello mojado. “Soy su vecino de arriba . ¿No tendrá un
poco de perejil?” “Creo que me queda un poco en el frigorífico. Pase” Es
hermosa. “Aquí tiene” “Háblame de tú muchas gracias. Tengo unas almejas en
salsa verde. Con este calor no apetece salir aunque tenga que comer sólo”
“Hasta la vista” Se sonríen y se miran. En la mirilla vuelve a aparecer el
brillo de sus ojos miel.
Las almejas aun están tibias.
Machaca dos dientes de ajo. Parte en cilindros muy pequeños el perejil. Los
mezcla en el mortero con una gota de aceite. Con el jugo de las almejas hace
un majado que vierte de la forma más
homogénea posible. Aunque está solo pone
un mantel. Una ensalada, las almejas mientras la pasta termina su último minuto
de cocción. Corta la lámina enmohecida del queso curado y raya el resto. Lo
deja en un bol.
Abre una cerveza. Saca la copa
helada del congelador. Aun le queda otra para disfrutar durante la comida.
Suena el timbre. Se sobresalta, en agosto. A través de la mirilla ve a su
vecina. Vestida: un vestido de gasa corto que insinúa sus formas cuando se
mueve. El pelo recogido en un moño. Un collar de circonitas. Sin maquillaje, no
lo necesita, sus labios brillan con un glos que parece de buena calidad. Vuelve
a tocar al timbre. Abre. Lleva una botella de vino blanco escarchada en la mano
y algo más en una bolsa.
“¿Necesitas algo?” Una pregunta
muy estúpida a una mujer arreglada. “ No. Yo también como sola. La soledad me
agobia. Si quieres podemos comer juntos” “Claro siéntate. Se pierde en su
cuarto y en el baño. Termina de hacer la cama y revisa que no haya restos
orgánicos o de vestuario en ningún lugar. Regresa a su recibidor y la invita a
pasar.
“Prueba las almejas en salsa
verde que he hecho con tu perejil” “ Abre el vino” “ Tengo unas copas” Sirve .
Le da la almeja que parece de mejor aspecto. Ella entreabre la boca y arrastra
el contenido pulposo con la punta de la lengua de una forma muy voluptuosa. No
hay nadie más en un edificio de treinta viviendas. Afuera hace calor. Cuarenta
y cuatro grados a la sombra. No importa.
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