Una librería es un negocio poco
frecuentado. Sólo los fieles como las iglesias. Con las posibilidades de
descarga de libros incluso los fieles caen en pecado, también como las
iglesias. Vlad no necesita vender libros para vivir. La librería es una
tapadera que oculta la cripta de su casa. Pero Vlad necesita el contacto con
los seres humanos del mismo modo que un ganadero o un veterinario necesita
conocer las costumbres de las reses o las mascotas. Necesitas conocer lo que
comes. Los murciélagos tienen un oído fino para escuchar el vuelo de un
mosquito cargado de sangre. Vlad, sentado en la butaca espiaba las
conversaciones de sus clientes. Dos mujeres jóvenes hablan entre sí mientras hojean
libros de viajes.
“Acabo de venir de Chicago. Una
ciudad alucinante. El lago, los rascacielos. Esas edificaciones que recuerdan
el gótico centroeuropeo, incluso la torre Hanckok, negra, con su porte recuerdan
los castillos y las catedrales. Y esa mezcla de sangre europea, india,
sudamericana, asiática...”.
Una mezcla de sangre en un
ambiente gótico. Un cóctel humano para romper la monotonía. Sabores a salsa
barbacoa, a curry, a mantequilla, a angostura y hierbabuena,. Comenzaba a
salivar. Las clientas salieron sin despedirse. Se acercó al mostrador y cogió
los libros que habían dejado. Ocho horas de vuelo. Los vampiros siempre han
viajado en barco. Entre multitud de contenedores un ataúd puede pasar
desapercibido, pero el barco era lento y él quería ir ya. Se sentó delante de
su ordenador. Tenía dos opciones, facturarse con el ataúd, su tierra transilvana y él mismo o viajar en el avión en vuelo nocturno y el ataúd
facturarlo aparte. Imposible mandar el ataúd ocupado en el avión. Los trámites
eran engorrosos, y la posibilidad de pasar la frontera americana casi nula.
Para volar necesitaba el ESTA, leyó el formulario, no pensaba matar al
presidente ni introducir alimentos o contrabando, no pensaba trabajar, nada
decía de sorber sangre de sus ciudadanos o visitantes. Pagó y lo imprimió. En
48 horas estaría en Chicago. Madrid quedaba al alcance de su vuelo. Renunció a
llevar su ataúd. Fue mucho más fácil comprarlo en destino y que lo llevasen a
la habitación de un motel. La tierra que necesitaba podía llevarla a buen recaudo
en el equipaje de mano, diez kilos son suficientes para acolchar un ataúd.
A Madrid llegó fatigado. Nunca
antes había sentido esa sensación. En Sol su cuerpo era decrépito. Caminó
lento, sin fuerzas hacia la Gran vía, y llegó a Chueca donde bebió hasta
saciarse de un fornido transexual de labios como almorranas. Después una puta
congoleña. Nunca antes había necesitado dos humanos para saciarse. Una hora
antes de amanecer tomó una habitación sin ventanas en el mismo barrio,
improvisó una caja con cartones y extendió la tierra. Al anochecer amaneció,
bebió un sorbo de la casera, una octogenaria viuda de un guardia civil y voló a la
terminal cuatro.
Le había costado hacerse de la
tarjeta de embarque. Miraba cada cinco minutos su pasaporte, el ESTA y la reserva del hotel. Su cuerpo era mudo al escáner convencional y al térmico.
Después de tres intentos sin producir ninguna imagen, le cachearon. “Está usted
helado” “Acabo de despertarme” “¿Toda esta tierra?” “Un amigo está en las
últimas. Es por eso mi viaje. Me ha pedido tierra de su pueblo para descansar
en paz” “Como los vampiros” “Sí, exacto” “Pase, pero quizás en aduanas de los Estados
Unidos tenga algún problema” “Gracias”. Ya estaba. Ahora a esperar el avión.
Miró los paneles. Localizó el vuelo y leyó DELAYED. Se acercó al mostrador y le
dijeron que al menos cuatro horas. “Eso supone llegar de día” “Si no hay nuevos
cambios sí” Tomó su equipaje de mano y abandonó la terminal. La guardia que le
atendió reposaba en un lateral tomando un bocadillo. “¿No vuela?” “Mi amigo ha
muerto. Mi viaje no tiene sentido” “Lo siento. ¿Si puedo hacer algo por usted?”
“Creo que sí”. Desayunó antes de regresar a Murcia.
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