viernes, 27 de julio de 2018

EL HOMBRE SIN SILENCIO.

Tinnitus. Un poco de falta de riego del oido interno lo condenaba a una vida sin silencio. Evitaba los lugares tranquilos, porque en un ambiente sin ruido, la máquina de vapor atronaba dentro de su cabeza. Buscó casa en la calle más ruidosa de la ciudad.Conducía con la radio a todo volumen. Huia de la ciudad en agosto. Buscó el acondicionador de aire más ruidoso, el ventilador más sonoro. Solo iba al mar en los días de temporal. Pero solo eran parches. A veces se cansaba. Se desesperaba por su condena. Visitó neurólogos, psiquiatras, psicólogos, logopedas, sin éxito y cada visita  lo llenaba de expectativas que al frustrarse incrementaban el volumen del ruido que se generaba en su cabeza. Nunca pensó en el suicidio. Era un hombre positivo. Una vida sin silencio podía tener sus ventajas. Observó que aunque no podía recuperar el silencio, con ayuda o sin ella, sí que podía modular el volumen. Le costó. No fue llegar y tener éxito. Horas de reflexión, de concentración, de pruebas y contrapruebas, pero por fin lo afinó. Si dejaba la mente en blanco, si fijaba los ojos en un punto, si imaginaba ese punto alejarse o disminuir hasta adquirir dimensiones atómicas, si dejaba de sentir su cuerpo y solo escuchaba el ruido, en ese momento podía modular con el ritmo de su respiración la frecuencia del ruido. Un consuelo, liviano, pero importante para alguien acostumbrado a sufrir. Ya que no puedes librarte domesticalo. Así, por las noches cuando quería dormir bajaba el volumen hasta el punto exacto en que casi pasaba desapercibido. Por el contrario, en las desavenencias familiares, cuando la discusión llegaba al punto estúpido donde cualquier palabra más solo podía causar daño subía el volumen a una estridencia máxima, relajaba las facciones y ponía la sonrisa plana que acompañaba a su silencio. Leía en el rostro que tenía enfrente dos o tres alaridos,  una imprecación, y alguna blasfemia, pero pronto se cansaba, sabía que el trance del ruido tan alto que casi se oía desde el exterior no acabaría al menos en un par de horas, se retiraba en un silencio hostil que no superaba la intensidad de su tinnitus a todo volumen. Después quedaba exhausto, eso sí, el ruido interior lo dejaba sin fuerzas, satisfecho por el deber cumplido pero débil como una brizna de hierba, alguna vez había dormido más de veinticuatro horas después de uno de esos despliegues defensivos. Se había acostumbrado a la falta de silencio, disfrutaba con el control del volumen, a falta de una solución mejor. No podía creer cuando un día en la cola de la carnicería una anciana le preguntó por el zumbido de sus oídos. el le dijo que ahí estaba. Ella le dijo que un curandero de su pueblo, una aldea de la sierra curaba los ruidos. Sonrió, pero no perdía nada. El fin de semana se alojó en una casa rural. Subió la senda que le llevaba al curandero. Llegó al atardecer que era la hora prevista para el conjuro. Le esperaba con una marmita humeante y maloliente. Tomate este vaso. Me da asco. Es tu medicina. Sanar duele. Se lo bebió de un trago. Seguía con ruidos, pero por la mañana, después de muchos años descubrió el silencio. Alborozado corrió monte arriba buscando un lugar aislado. Dejó de respirar y escuchó el silencio por primera vez después de tanto tiempo. Lloró, con cuidado de no hacer ruido. Cuando volvió a casa estaba feliz. Y los estuvo hasta que dos días después vinieron la voces. Voces que decían que ordenaban, que suplicaban o asustaban y todo dentro de su cabeza. Las voces hablaban en voz alta , en susurros o gritos a su antojo. Trató de concentrarse pero el sistema no funcionaba para controlar el volumen de unos ruidos con sentido pero autónomos. Buscó a su compañera, llegó a provocarla para que sus gritos tapasen los de las voces. Sonrió cuando sus palabras tapaban las de su cabeza. Muchas noches fue incapaz de conciliar el sueño. cuando sus discursos no se inmiscuían en sus pensamientos, intentaban buscar una solución. El curandero. Pero buscar una solución implicaba confesar que oía voces en su mente. Lo tomarían por loco. No dijo nada a nadie. Buscó al curandero, que ya se había marchado. A las voces les hizo mucha gracia.

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