sábado, 24 de marzo de 2018

DOCE CENTIMETROS

Doce centímetros es la distancia ideal para no desenfocar una mirada. Para apreciar los detalles sin que se deformen, para apreciar el conjunto de un rostro o dividirlo en partes virtuales. Y con cada parte sus detalles, las pecas de una pupila, el lobulillo de una oreja, el color de las raíces del cabello, las cejas , las pestañas, largas o cortas, el color de la piel, los restos de perfilador entre raíces de las pestañas. Doce centímetros, ni uno más ni uno menos. Distancia justa para las caricias, para el juego de los ciegos. Palpar y reconocer los rasgos, los pliegues y promontorios, lo surcos, los valles y las colinas. Los pulpejos de los dedos deslizándose sobre los raíles del rostro. Y parpadeos rápidos como alas de mariposa, coreografía de abanicos. Olores. Fragancias. Aromas. Gestos. Guiños. Sonrisas. Alguna lágrima. Cabello revuelto. Sábanas plegadas. La distancia justa para lo sentidos. Para los momentos, para la complicidad, para el olvido y para el recuerdo. Perfecta para la comunicación en un sentido amplio, muy amplio y exhaustivo.

Doce, once, diez, nueve, ocho, siete, seis cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero. Contacto. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce y vuelta  a empezar una y otra vez. Y después doce de nuevo. doce justos. La perfección más absoluta. Clímax.

Trece, catorce, quince, dieciséis, cien metros, un kilómetro, veinte kilómetros, un año luz. Lejos. Sin olor, con sonidos distintos. Con la intimidad perdida por cientos de personas y miles de objetos que se cruzan en la línea entre las dos voluntades. Calor ausente. Frémito lejano eco infinito. Fuerza centrífuga en pos de un arco iris luminiscente que se aleja a cada avance. Alrededor dos sueños, abajo el mundo negro, una pesadilla, arriba el cielo querubines y sueños húmedos. El arco iris desaparece cuando se alcanza, se va la luz, el universo se acaba y queda el vacío oscuro y gélido, la tierra ignota, el espacio que nadie ha logrado navegar más allá del fin. Sin embargo, en la lejanía, en la fuerza que aleja del origen, las naves confían que en el espacio que no termina puedan de nuevo reencontrarse navegando al pairo o con un viento fresco. Y en medio de dimensiones cósmicas donde lo gigante se queda enano como un virus, suspendidos en el vacío, los seres afines se divisan a lo lejos, flotan en la nada oscura y helada e impulsados por la estela de un cometa giran , se aproximan, despiertan y se ven. Despacio. Muy lento, como ocurren las cosas fuera de la atmósfera, flotan en un lugar sin ruido, un lugar sin luz donde el tiempo es relativo, se expande y se contrae a voluntad del propietario del reloj.Y es así como abren los ojos dentro de las escafandras frente a frente en la distancia justa de doce centímetros, sin olores, sin tacto, sin calor, pero con el contacto de la mirada perdida dentro de un cristal resistente para poder trabajar en el espacio. Y se deslizan hasta encontrar una órbita confortable alrededor de la tierra o de la luna o de saturno cuyos anillos son mucho más hermosos. Doce centímetros girando alrededor de los planetas. Doce centímetros recibiendo calor del sol. Doce centímetros y se mirarán en una estrella, en una supernova. Porque doce centímetros y no trece ni once es la distancia ideal para no desenfocar una mirada.

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