sábado, 31 de marzo de 2018

LA TRENZA

Yo podía hacerme el flequillo hasta los veinticinco años. A partir de ahí, de forma rápida el cabello fue escaseando y a pesar de dejarme el pelo más largo tenía que recurrir a mil artificios para deja el cartón medio tapado. Hasta que un día renuncié. Fue imposible. Me resuré y me dejé una barba abisinia. Un aspecto arriesgado que durante un tiempo me conformó, pero que nunca llegó a ocupar el espacio de mis sueños. Me soñaba con mi rostro actual, incluso con la barba pero siempre con el flequillo que con tanta gracia ondeaba hacia al izquierda de mi frente. En la barba empezaron a intercalarse canas. Calvicie y barba canosa era más de lo que estaba dispuesto a soportar. Urgía una solución. El tinte de la barba no me gustaba. Y la calvicie...En el trabajo un par de jefes habían desaparecido un mes y su cuero cabelludo había aparecido más poblado. Primero un sembradico y posteriormente más denso. Sus carreras y su vida marital mejoraron. Una vez pedí presupuesto. Salía por un pico para un salario mileurista. Turquía. Era la solución. Buen precio, buena calidad. La industria del cabello se había convertido en una de las industrias más florecientes de aquella nación. Algunas agencias de viajes ofrecían paquetes turísticos. con algunos ahorros, el precio casi me llegaba. En la estancia allí tendría que reducir los gastos casi a cero, pero el proyecto se podía llevar a cabo. Contento. Ilusionado. Me había deprimido mi aspecto. En el aeropuerto localicé la cola. No fue difícil. La densidad de calvos, y pasajeros con gorro era mucho mayor que en cualquiera de las otras. Como tres veces más. En el aeropuerto de Estambul, los anuncios de clínicas de cabello en todos los idiomas estaban a cada esquina. Bajé desolado. Mi compañero de asiento me explicó que mi presupuessto era erróneo. Aunque los pelos que me pondrían parecían muchos, no daba más que para un sembradillo ralo que no disimularía nada. Tenía que hacerme a la idea, con lo escaso que yo estaba de vello de unas diez veces más. Aqué había venido yo entonces a Turquía. Para cuatro pelos me habría quedado en casa.  Me senté en un parque a la salida del aeropuerto. Se me acercó un muchacho. Que se señaló su cabeza bien poblada. Me señaló. Me dijo que le siguiera. Le pregunté cuanto y  me dijo una cantidad que me dejó satisfecho. Me insistió en que lo acompañase. Le seguí. Le ofrecí coger un taxi. Me dijo que estaba cerca y empezó a atravesar calles estrechas. Si no me devolvía al punto de partida sería incapaz de llegar. Corrió una cortina. Pasé. Era una estancia sólo iluminada por una vela. Una mujer mayor. Me invitó a sentarme en una silla delante suyo. Sentí sus ubres en el cogote. No vi por ningún sitio bisturíes, gasas, betadine, ni  ningún rastro de lo que se puediera considerar asepsia. Me echó aceite y me dio friegas. Después algo que olía  a ajo, luego jenjibre, cilantro, mostaza, ceniza y por último , sacrificó un puercoespín delante mio y me vertió el contenido de su vesícula biliar en la cabeza. Agua y jabón. Me secó. Un poco de crema hidratante y me fui a la calle con mi calva brillante. Me dijo que tenía que poner algo de aceite cada día. En dos semanas vería los resultados. Embarqué sin pelo, como había venido.Dos semanas después, por la noche tuve pesadillas, terribles. Extendí las manos y cogí a ciegas una toalla o algo similar que de inmediato me relajó. DEsperté. Lo que tenía en la mano era un trenza. Una trenza que provenía de mi cogote. Seguía absolutamente calvo pero con un trenza hasta más abajo de la cintura. Vaya una estafa. O bueno tampoco estaba tan mal. Para ir al trabajo era complicado. Me la lié conmo si fuese una ensaimada encima de la cabeza y fui. A nadie le pareció extraño, nadie preguntó y nadie hizo bromas. Lunes después de vacaciones, los papeles se amontonaban en la mesa. empezaba a ponerme nervioso. Cogí la trenza. La sobé entre las manos, la esturjé y la acaricié y me quedé relajado. El trabajo me cundió más que nunca. Y así cada día. Fresco, con buenas ideas, resolutivo. Ascendí. El jefe me felicitó. Me dijo que llevaba un peinado raro, pero me recomendó hacer algo que estaría muy bien visto en la empresa: Donar unos centímetros de mi trenza cuarenta o cincuenta, para pelucas de personas que han perdido el cabello con un tratamiento. Me pareció bien. Allí mismo corté sesenta centímetros y los doné. La prensa inmortalizó el momento. Por la noche volví a tener pesadillas. Busqué mi trenza y no la encontré. Me desperté jadeando con sensación de asfixia. Me fui al baño. Mi trenza había desaparecido de raíz. Ahora estoy desempleado. Cuando trabaje de nuevo intentaré injertarme pelo, si no una trenza, por lo menos un sembradico.

No hay comentarios: