lunes, 25 de junio de 2018

DOS GOTAS DE AGUA.

Colás era tonto. Un tonto de paga. Un tonto que se sabía tonto dentro de todo el respeto que le daba para todo el mundo su afabilidad. El tonto tenía la manía de irse a la fuente. Allí miraba no los borbotOnes que salían con el deshielo o las lluvias abundantes de invierno, sino cuando avanzado junío o en pleno estío, la fuente, salvo en años muy contados se secaba. Se secaba pero no del todo, hasta en los momentos de mayor aridez siempre caían algunas gotas a la rejilla. Colás se ponía de rodillas.Guiñaba ligeramente los ojos para enfocar justo en cada una de las gotas que caían, se concentraba y era capaz de apreciar detalles que a cualquiera de nosotros nos pasarían desapercibidos. Algunas producían irisaciones cuando los rayos de la puesta de sol incidían en el ángulo adecuado. Otras, por la mañana cuando la fuente quedaba a la sombra, tenían un color plomizo como reflejo del pie de granito que la sostenía, pero las que más le gustaban, sus favoritas sin dudarlo, eran las que caían de las seis a las seis y cuarto en los primeros días de agosto. En esos momentos hacían que la gota pareciera un espejo. La forma de lágrima reflejaba su rostro, con sus mocos y sus babas pero la expresión,  parecía la de un niño sin ninguna tara, aun con los mocos y con las babas no reconocía en las gotas la expresión bobalicona, que él reconocía y que no le gustaba cuando se miraba en el espejo. Rehuía los espejos, sin embargo le gustaba mirarse en las gotas, verlas caer como a cámara lenta o como filmadas por una de esas cámaras que lanza miles de fotos en un instante. Y caía la noche. Esperaba la luna, sólo cuando era llena conseguía salvar la oscuridad y producir reflejos perlados en el agua, pero con la luna lo mejor eran las salpicaduras cuando la gota estallaba contra alguno de los hierros de la rejilla, las minúsculas gotículas que seguía nervioso tratando de no perder ningún matiz. Su tía venía, lo cogía por la oreja y lo arrastraba a la casa, lo bañaba de mala gana, le daba el bocadillo de cada cena y lo acostaba. Lo arropaba, se ponía entonces de lado y recordaba cada una de las gotas del día, sin olvidarse de ninguna, de las deformadas por el aire, las de la luna, las plomizas y las que lo reflejaban. Todas, por orden. y con la última el sueño. Un sueño profundo hasta que cuando amanecía volvía a empezar. El invierno había sido seco, sin embargo las lluvias del final de primavera habían desbordado los arroyos. La fuente brotó a borbotones y Colás se acercó a mirar el chorro, triste, porque lo que a él le gustaba eran las gotitas cálidas de la sequía, sobre todo las que lo reflejaban. Se llevó una botella llena de aquel agua fresca, introdujo una caña y la sacó. La vio gotear sobre el fondo de un orinal. Experimentó con la distancia al orinal, la posición de la lamparita de noche, o la luz cenital de la habitación, con ninguna consiguió el efecto deseado, hasta que un día sí, un atardecer las gotas, cada una, reflejaban su rostro y corregían su expresión para darle una aspecto que le gustaba. Recuperó la alegría contemplando el efecto que él solo, sin ayuda había conseguido reproducir. Y se durmió. Avanzó el verano. Terminaba agosto con la fuente seca. Colás siguió con sus experimentos, sonreía cuando veía su reflejo con su aspecto deseado. Colás enfermó. Fiebres. Dijeron que la fuente seca transmitía las fiebres. Colás no volvió. Y un día un vecino observó las gotas que él dejó abandonadas y le pareció ver en el reflejo, el rostro corregido del muchacho. Y otro que llenó unas garrafas , al dejarlas sobre el poyete junto a la fuente vio una sombra proyectada por el sol sobre la pared con un perfil que era inequivocamente el de Colás. El párroco informó al obispado del prodigio y lo aprovecharon para llevar a los altares a un beato de la comarca.

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