viernes, 28 de julio de 2017

CONCIERTO DE JAZZ

Salió de su apartamento, un semisótano junto al estadio de los Cubs en la West Addison Street. Una vivienda compartida con otros dos estudiantes de Medicina en universidad de Chicago. A las nueve comenzaba la actuación en el local de la calle Lake, un sótano tapizado cargado de moqueta roja y tapizado de madera de roble. En la esquina, el cuarteto de Jazz del que él era el saxo. Al salir de la ducha comió un sandwich con la toalla a la cintura y buscó en la esquina de su habitación su saxo, la caja marrón de piel gastada, la que siempre llevaba  a los conciertos:un fetiche, nunca le había ido mal con ella. No estaba. Una broma o un olvido. Dudó. Quizás la dejó en el club la noche anterior. Recordaba que había bebido demasiado. Confiaba no haberlo perdido. Cogió el que usaba para ensayar. Más nuevo, de mejor sonido pero menos cálido que su saxo. El plástico antichoque de la funda estaba frío. Salió. A la calle. seis escalones renegridos enmohecidos por la humedad. El aire del lago le hizo subirse las solapas. Llevó la mano al bolsillo buscando las llaves del coche, pero no estaban. Regresó abrió el cajón de la entrada y tampoco las encontró. Cogió las de respuesto. En la calle hacia el norte en la calle Wilton había dejado el coche. Caminó contra la brisa helada que depositaba copos que comenzaban a cuajar en sus hombros. Su coche no estaba. Tenía el recuerdo vívido de donde lo aparcó. Miró el suelo buscando la pegatina que indicara que la policía lo había retirado por un aparcamiento deficiente. Nada. El saxo, las llaves, el coche. Llegaba tarde al club. La tercera vez este mes. Corrió al metro. Línea azul en Addison. Comprobó que llevaba algún billete de un dólar. Lo introdujo en la máquina y esperó el tren hacia el sur.  A lo lejos se distinguía la luz de la locomotora. Clark Lake. El tren iba casi vacío. Nueve paradas hasta Clark Lake, en el loop de Chicago. En Division subió un negro de más de dos metros. Se sentó enfrente suyo y miró en su dirección. Hello le dijo y no hubo respuesta. Se aferró al plástico de su saxo y de dejó mecer por las sacudidas del tren. Apenas cinco minutos para recorrer tres manzanas. Cerca de la puerta del club aparacado un POntiac Gris  Marengo con asientos de cuero beis, como el suyo. Miró la matrícula y era su coche. No podía explicar cómo había llegado allí. Debió beber más de la cuenta. Nada recordaba. Siguió caminando. Pasaban cinco minutos de las nueve. Respiró delante del portero del club. Muchas veces se retrasaban con la excusa de la llegada de algún scouter de talentos. Pasó la primera puerta. Le llegó la vaharada de la calefacción del interior. El portero no lo saludó. La asistente del guardarropa no se ofreció a quitarle el abrigo, se lo quitó el mismo y lo dejó en la mesa. Entró en el cuarto estrecho entre cajas de licor que usaban de camerino. en la esquina estaba la caja de piel de su saxo. Entreabierta como él mismo solía dejarla. No quería que nadie la cerrase nunca. Abierta hasta el último bis de la actuación. Se ajustó la pajarita. Sacó el saxo antiguo y caminó por la rampa de madera entre rebotes mate de sus pisadas hasta el salón donde en una veintena de mesas en una penumbra brumosa unas treinta personas escuchaban un concierto que ya había comenzado. Un redoble de batería, tintineo de los platillos y entraba el saxo, su saxo. Y entró. Comenzó a tocar en el escenario. Su gorro, su rostro, sus manos, su forma de moverse. Era él. Tocando. Estaba en el escenario tocando. A su hora donde debía estar. Pero él , el yo del que era consciente acababa de entrar en el local, con su saxo de los ensayos , había venido  porque su coche no estaba, había llegado tarde, pero cuando llegó ya estaba allí, tocando, le encantó escucharse en directo. Se mantuvo en pie en las sombras. Disfrutó con la música. Encontró incluso algo que mejorar. Terminó. Brillante. La gente se levantó y aplaudió emocionada. Amagó una reverencia que abortó a tiempo. Desde la oscuridad, se dio la vuelta y salió. Cogió el estuche de plástico de su saxo, no se atrevió a cerrar su antiguo estuche. Tomó de la percha su abrigo que nadie le dio. Salió a la calle. Nevaba en Chicago. Metió un billete de un dolar en la máquina expendedora y tomó de vuelta la línea azul del metro hasta Addison, Cuando llegó la nieve se arremolinaba. Caminó con cuidado. Se dio la vuelta y vio como con la ventisca sus huellas desaparecían. Bajó los escalones del apartamento. Entró. Se cambió y se acostó. Unos segundos después el sonido de su Munstang aparcando. Las pisadas. Las llaves. Y llegó él que no sabía que ya estaba allí

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