miércoles, 12 de julio de 2017

El francotirador.

Cuarenta y dos grados a la sombra es una temperatura normal en Falulla. Recorrer con tu fusil de norte a sur la carretera de salida de los convoyes del campamento español, a esa temperatura es un infierno. Daniel es bueno. El mejor desde que entró a la legion. Nadie creía que no había tirado nunca. Al principio le exasperaban las esperas. Horas con el sudor recorriendo tus vetientes sin poder moverte, o las moscas libando la humedad de tu cuerpo. Concentración. La meta. La victoria. Aunque cueste la vida. El compañero. El sacrificio. Salían cada vez que flaqueaba. Cinco intervenciones, cinco objetivos. Un kilometro. Una sacudida en el aire que veía como en una moviola y al suelo. No le gustaba la sangre. Un trabajo limpio, desde la distancia.
Cuarenta y dos grados y eran las once. Tenía que subir al mirador de la colina para cubrir la carretera. Hasta las tres iban a salir tres convoyes de carro, camión y ambulancia y regresarían otros tantos. La zona era un objetivo fácil para un loco que quisiera volarse junto a un carro o lanzar un misil. Un día de riesgo. La responsabilidad de la seguridad de la ruta hasta donde alcanzaba la vista era suya. Subió. Se apostó boca a bajo. Ajustó el ala de la gorra para que le diese el máximo de sombra y miró por la mirilla. Salía el primer convoy. Del desierto venía un hombre con un borrico. Despacio pero directo a la carretera. Los escoltas le hicieron señas de detenerse, pero siguió. De debajo de sus ropas sacó el perfil fijo de un misil anticarro. Lo fijó con la mirilla. La cabeza. No debía tener tiempo de reaccionar. Cuando iba a apretar el gatillo, vio una mano cruzarse delante de la mirilla.  Su corazón latió a doscientos por hora cogió el cuchillo de su pierna y se dispuso a herir al enemigo que le importunaba por la retaguardia. No había nadie. Escuchó disparos. Abajo los militares habían abatido al agresor. El misil explosionó en una duna. Daniel jadeaba. Sudaba. Escuchó por la radio los improperios de capitán. Le dijo que si estaba vivo que bajase inmediatamente. Mientras bajaba se atormentaba por haber fallado. El calor. La maldita mano que le había distraído en el momento justo. No dijo nada al capitán de la mano, simplemente que se había dormido. Le gritó. Después le dijo que descansase un par de días que le necsitaban.
Tres días después debían dar cobertura a un asalto del ejército americano. Subió a la colina desde la que se controlaba el pueblo. Se alejó. Miró a través de la mirilla. Controlaba los principales accesos. había cambiado la mirilla, la había limpiado a conciencia. No iba a volver a fallar. A du derecha, al sur escuchó un ruido. A cincuenta metros había un francotirador enemigo. Le apuntó. A esa distancia no podía fallar, salvo que el otro acabase con él antes que él disparase. Apuntó. Y de nuevo la mano le tapó la visión. Sabía que el otro le apuntaba pero no podía ver. Se echó la mano a la pistola. Miró a su enemigo que tambien había tenido problemas con el rifle. La pistola se atrancó en la cartuchera. su enemigo le apuntó de nuevo , intentó disparar, pero un misil de un Apache lo desintegró. De nuevo el capitán por la radio. No le contó lo de la mano pero sí que había tenido problemas al disparar. Problemas con la visión. Lo enviaron al hospital . En su situación era un riesgo. El oftalmólogo no encontró nada, ni el neurólogo, ni el psiquiatra. Sin diagnóstico dictaminaron estrés postraumático. Regresó a casa licenciado,muchos pensaron que era un cobarde. No sabía qué le ocuría pero cobarde no. Vio su escopeta de caza pero no se atrevió a salir. Un día, el veterinario vino a avisarlo. En lo alto de la peña más alta de su pueblo, unos cazadores habían visto a una hembra de lince perdida. Avanzaba hacia un barranco en que ni un felino tenía salida. Llevaba dos días en un abrigo de rocas y no se atrevía a salir. A la tarde se esperaba en la zona una tormenta de nieve, cuarenta o cincuenta centímetros. Tenian un fusil y un par de dardos anestésicos. DEbían arriesgarse a anestesiarlo antes que las temperaturas se desplomaran y la nieve le impidiera huir. Era una de las dos últimas hembras. Les dijo que él ya no tiraba. Le pidieron que lo intentara. Cogíó la carabina, ascendió por el bosque . Le enseñaron el abrigo cien metros más arriba. los escaladores estaban preparados. Puso el fusil en el hombro apuntó, temió que la mano arruinara el disparo pero la mano no apareció. El lince quedó dormido y fue rescatado.
Algún tiempo después, se encontró con el capitán, parecía desquiciado. Le habían jubilado. Le confesó con voz muy misteriosa, que habían empezado a fallar las armas, todas, pensaron en sabotajes, pero los informadores averiguaron que en los aliados y en el campo enemigo ocurría lo mismo. Sin poder luchar se firmó la paz. Los ancianos de un pueblo afgano guerrero desde el origen de los tiempos les explicaron que las guerras se acaban cuando quieren los muertos.
La versión oficial fue distinta

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