viernes, 17 de noviembre de 2017

LA SERVILLETA

Se había hecho tarde para comer. En todas las mesas había restos de consumiciones previas. A esa hora los camareros no daban avasto. Se quedaban en la barra y, como mucho, limpiaban las mesas del interior. ël tampoco llevaba nunca la bandeja. En un país con salarios tan bajos, recoger las bandejas y cubiertos de una mesas era un trabajo tan digno como cualquier otro. Alguna vez lo había llevado y se había sentido culpable. Una especie de intruso, una competenncia desleal a un trabajador en el paro. No había mucho hueco. Iba solo. No necesitaba mucho espacio. El justo para comer deprisa. Acomodarse un rato en al silla y respirar antes de salir. Hacía frío. Buscó un lugar con sol. Los sitios al sol estaban especialmente cargados de residuos. Los clientes de esos puestos eran especialmetn sucios o a él se lo parecía. Miró al cielo. El sol se ocultaría en media hora detrás de una columna. Ese cálculo le señaló el sitio donde tomar asiento. apartó dos bandejas. Tapó con su bandeja un amasijo de ensaladilla que no le apetcía quitar. cuidó que la masa chafada no sobresaliera del borde de la mesa para no mancharse la ropa de trabajo. Suficiente espacio. Estiró la mano hacia el servilletero. lo acercó. DEbajo había pegada una servilleta plegada. La cogió de una esquina. iba aplegarla para tirarla. Pensó que estaba manchada de salsa o aceite o quizás un chicle o un trozo de carne masticada que alguien no había podido tragar. No estaba manchado. Solo un circulo húmedo en una esquina  de menos de un centímetro, la impresión de la pata del cajetín. lo cogió de la otra esquina, lo sacudió en dirección a la brisa que empezaba a soplar y lo dejó desplegarse. Uno dos tres cuatro dobleces, en el centro alguien había escrito con un lapiz de carboncillo una letras y  un número. Intentó leer. pero lo bajó. Esa intromisión en las vidas ajenas no le pareció adecuada. Lo agachó. Lo encerró en el puño y lo arrugó. Mantuvo el puño cerrado. Localizó una canasta, un vaso, un plato, una papelera donde arrojar el papel y su contenido. Una jarra de cerveza a medio apurar. Levanntó el brazo. Afinó la puntería. En su retina la imagen del papel de las letras. En el cerebro la curiosidad. El anhelo de espiar aquellas notas. Relajó el brazo. Mantuvo cerrado el puño. Lo puso encima de la mesa. Lo abrió. Desplegó la servilleta poco a poco. Estiró sus cuatro esquinas. Le dio la vuelta. Una caligrafía rápida y angulosa con poco detalle y comiéndose sílabas. Tres palabras, apenas líneas ilegibles, con sentido para el calígrafo. Una hora las doce y media, una fecha el día que estaba comiendo. Nueve dígitos. Un número de teléfono. Le resultaba familiar. Marcó. Comunicaba. Iba a colgar antes que la operadora le indicara que el número estaba a apagado o fuera de cobertura. Un clic. Una centralita le manteía a la espera. Una mujer de una voz familiar identificó el nombre de una compañía le pidió que qué deseaba. ERa la oficina de su mujer. Le preguntó por el nombre de ella. Le dijo que había salido hacía una hora, que si quería que dejara algún recado. REspondió que no era nada importante, que no le dijera nada. Colgó. Se guardó el papel en el bolsillo. Se levantó, agotado el tiempo que gastaba para comer. Entró por una puerta lateral al taller de mantenimiento del complejo. REcibió una llamda por el busca. le notificaban un aviso en uno de los pisos superiores. Abrió el maletín. Sacó la carpeta de los albaranes. Buscó uno de los papeles autovopiables. El clip que sujetaba los que ya estaban hechos cayó al suelo. Vio el último albarán, de unas horas antes, su compañero que le había dado el relevo, una letra casi ilegible sin terminar las palabras. Sacó la servilleta. comparó. Era la misma letra. Le había dado el relevo unas horas antes.

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