lunes, 27 de agosto de 2012

PAPI


Hijos qué guapos estáis dormidos. Ahora nos vemos poco. Os parecéis mucho a mi. Cuánto os va a echar vuestra madre de menos”.

“¿Qué tal tú por aquí? “ “Voy a quemar unos rastrojos” “Entresemana no sueles venir” “Pero uno se hace mayor y tiene querencia por la tierra” “Pasa que se te echa la noche encima. ¿la familia bien?” “Tirando tío Nicolás”. Pasa la cancela metálica. Cierra la puerta a sus espalda. La finca, de aproximadamente una hectárea, está completamente cercada.

Su padre siempre tiene troncos apilados para hacer brasas. Ramas más pequeñas para que prendan. Nunca ha usado pastillas para prender una hoguera. No lo va  hacer ahora. Un claro en medio de la finca es el lugar adecuado. Forma dos paredes y un fondo con ladrillos . Encima una chapa que usan para las barbacoas cuando el día del santo de su padre y su hermano se junta toda la familia. El perro ladra alrededor del coche. Se acerca y lo acaricia. El perro lo lame pero no se aparta de la puerta trasera del automóvil. Revisa la estabilidad de la covacha. Va a necesitar mucha temperatura, como un horno.

Un lecho de ramas finas. Un lecho de troncos entrelazados para que entre el aire imprescindible para una buena combustión. Vuelve al coche que había dejado cerrado a pesar de haber cerrado la puerta tras de sí. Saca dos sacos de basura negros. Uno es más pesado que el otro. Orienta sus pasos a la pira sin encender. Para a medio camino. Se le adormecen los dedos en la mano derecha donde lleva unos arañazos. Deja el peso de esa mano y sigue con el más pequeño. Lo sitúa sobre los troncos y regresa a por el otro más pesado. El plástico ha comenzado a desgarrarse, lo coge en brazos. No siente calor. No sienta nada. Solo la fatiga del peso. Lo sitúa al lado del otro y rellena los huecos por encima con troncos. Deja más troncos en el lateral para rellenar el fuego. No sabe cuánto va a durar. Sólo deben quedar cenizas. Ni un resto. Coge encendedor que emplea su padre para meter fuego. Directamente sobre hierbas secas. Ni papel. El fuego tiene su ritual. Hace dos días llovió. Las hierbas están húmedas. Cuesta encenderlas, después el humo será espeso, el vapor despedirá esencias que disimularán el olor. Vuelve a la cocina y busca broza seca en un rincón a salvo de la lluvia y del rocío. La acerca y ahora sí prende como yesca, y poco a poco las ramas finas comienzan a humear. El plástico prende antes que las ramas, las dos bolsas se deshacen en un instante dejando dos cuerpos pequeños expuestos a llamas . El rígor de la muerte los mantiene en la misma posición aovillada en que quedaron después que el oxígeno abandonase definitivamente sus pulmones y su sangre se detuviese en sus venas. Él los contempla. Tranquilo. Él mismo ha denunciado la desaparición. Un padre desesperado. Un nuevo caso como el de la niña inglesa. El fuego prende todas las ramas. Olor a pelo quemado. Olor a grasa achicharrada que le recuerda el de algunas matanzas que se han hecho en el mismo lugar. Cuando el fuego consume la madera introduce más y más madera hasta que cada vez hay menos restos que quemar, pero sigue así varias horas.

“Vuestra madre estará llorando desesperada. Nunca podrá llorar vuestros cuerpos. Que sufra. Que sufra como ella me ha hecho sufrir a mí”

Si no hay cadáver no hay caso. Está preparado para lo que venga. Cree que es suficiente. Con un hierro muele las brasas y lo que quede. Cuando se enfríen buscará si queda algo que quemar y enterrará las cenizas. Mañana será otro día. Le echa de comer al perro, se ducha,  se cambia de ropa y se va.

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