martes, 7 de agosto de 2012

TUBO


Dos días de viento de levante de más de treinta nudos. Fin de agosto. Anticiclón en el centro de Europa. Una baja presión asociada a una gota fría en el Norte de África. El sábado calma. Se prevé mar de fondo de levante en la zona marítima de Cabo de Palos. Está de fiesta. Es la situación perfecta para conseguir olas grandes y mantenidas que permitan surfear en el Mediterráneo casi como en el Caribe. Un surfista americano cerca ya de los cincuenta acuna en su mente el recuerdo de un tubo en esas costas hace veinticinco años. Los tubos son olas perfectas. El surfista se introduce en ele orificio surca su interior longitudinalmente en el  hueco de aire que deja entres sus garras. Es la sensación de escabullirse entre los dedos de un gigante.

Domingo el tiempo ha cambiado. En cuanto amanezca una vaguada sobre la península impulsará vientos del suroeste que destrozarán las olas. Hay que salir de noche para coger alguna ola. “De noche no se debe surfear. Las olas descansan” “Mike mi ola vendrá esta noche”.

Olas enormes y limpias en el kilómetro 4 de La Manga. Casi tubos perfectos. La luna en cuarto menguante da poca luz. El agua está fría. Se pone el invento  en el tobillo y nada aguas adentro. El resplandor de las luces de los edificios de la costa le dificulta adaptarse a un mar sin luz. No necesita ver. Son horas de navegación cabalgando las crestas espumosas.

Un ruido. Una colina de diez metros se eleva a cien metros aguas adentro. Palmea rápido. La ola se acerca. Su cresta espumea. Se sube a la tabla. Coge la ola surfea. Sonríe. Recorre trasversalmente la línea de avanza de la ola. Otro ruido. Una cascada. Es un tubo. Perfecto como los que filman surfistas aventureros o adinerados en Oceanía o en Nueva Zelanda. En Murcia. En la Manga. Si no tuviese que estar concentrado en cada fibrilla de cada uno de sus músculos gritaría, aunque su grito quedase parado en el rugido de toneladas de agua. Éxtasis.

Piensa en la cara de Mike cuando se lo cuente. El placer que está sintiendo. Mira el reloj. Diez minutos. Quince veinte minutos media hora y la ola no se frena. No cuadra. A la velocidad de avance debería estar ya en la arena de La Manga. Avanza y avanza por el tubo y no tiene aspecto de detenerse. Suponiendo que hubiese avanzado hacia el sur, estaría llegando a Mazarrón, a 30 kilómetros. No es posible. Las olas no son eternas. Es su encanto. Las coges y desaparecen. Nunca podrás volver a surfear la misma ola. Le duele la espalda. Tiene calambres en las piernas. Y no te puedes apear de una ola enorme sin riesgo de tu vida. Si caes te retuerce y te arrastra con ella hasta su  muerte en las rocas y quizás la tuya. ¿Por qué no seguir? Hasta que las fuerzas le aguanten. Esta ola es un imposible. Es un milagro. Si la sigue tal vez le conduzca a un océano de olas perfectas. Pero está ya al límite. Si la sigue la ola lo va a matar. Una buena muerte para un surfista. El reloj. La brújula gira alocada. Su vida no son  solo olas. No es el momento. Mira la ola que no se inmuta. Le pide disculpas por lo que va a hacer. Le ha permitido ver una milagro y se va a bajar antes que la hora acabe. Se aprieta el neopreno del invento. Se abraza a la tabla y deja que la ola le retuerza. A punto de quebrarse la tabla y él. Desaparece la marejada. Sale el sol. En el cielo nubes altas y la mar rizada con olas minúsculas desde el mar. Leveche. Está en el sitio exacto donde cogió la ola. Le duele todo. Mike le hace señas desde la orilla. A Mike puede contárselo.

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