miércoles, 1 de agosto de 2012

GUSANOS


En el país de los gusanos hubo una sequía como nadie había conocido. La tierra reseca impedía a las lombrices horadar el suelo. Las ramas secas de los árboles no dejaban brotes a las orugas para terminar de crecer y hacer sus capullos. Los campos sin hierba los dejaban al descubierto frente a ataques de cárabos e insectos mayores que también andaban escasos de alimento.

Los gusanos viven poco. No tienen sentimiento alguno de familia ni tradición que le ayude en los momentos de dificultad. No conocen liderazgos. No tienen un sexo definido y algunos se reproducen por simple partición en dos trozos. La escasez les hizo sentirse unos a otros y ver congéneres que sufrían del mismo mal. Sin humedad no habría una siguiente generación. Emprendieron un camino. Se arrastraban en superficie por la noche si no hacía viento, en un avance lento con la misma falta de dudas que les había hecho emprender un camino. Las primeras noches la  mortandad fue terrible. Las primeras filas fueron diezmadas por búhos y mochuelos hambrientos que no podían creer tamaña abundancia. Se lanzaban y cogían con el pico, con las garras y regresaban a sus nidos, alimentaban a sus polluelos y volvían una y otra vez. Aquellas muertes eran inevitables. En lo sucesivo, los primeros en emerger de debajo de las piedras fueron los más débiles, los heridos y extenuados, que sabían que si no eran devorados, la más leve brizna de aire terminaría por desecarlos. Cuando el festín de las aves había terminado, y los buches ahítos reposaban en sus nidos, el resto partía en pequeños grupos y avanzaba antes que saliese el sol. En pocas noches era difícil elegir el pelotón destinado al sacrificio, tal era la debilidad del grupo. Necesitaban comer, lento y sin pausa como siempre han comido los gusanos y beber algo más que escasas gotas de rocío.

Cuando las últimas fuerzas se agotaban un gusano joven comenzó a devorar vísceras putrefactas de cadáveres. La sequía había  afectado a enormes mamíferos, las larvas se daban un festín. El resto de gusanos lo siguieron. Algunos pudorosos fallecieron antes que probar la carne podrida. El resto se reconfortaron y siguieron con más vigor de cadáver en cadáver, cuyos costillares además les daba protección frente al sol y las rapaces. La logística del alimento estaba resuelta. Los epitelios aparecían turgentes, sus intestinos se transparentaban por la piel y la vida se renovaba en ellos. Pero había que avanzar. Con los gusanos bien alimentados, sin el sufrimiento del hambre, ya no había gusanos voluntarios para el  sacrificio de la mañana siguiente. O quedarse y volver a la inanición o la masacre cuando no quedasen más que los huesos sitiados por los depredadores, u ofrecer en sacrificio a un grupo. Se barajó el sorteo. No se aceptó por los gusanos más grandes y fornidos. El sorteo rompía la regla de juego que había regido hasta ese momento: el menos apto perecía, la ley natural. Se clasificaron los gusanos en más fuertes y más débiles, más inteligentes y más torpes, más hermosos y más feos, los pertenecientes a la casta que dio la idea de la diáspora y el resto. Los más débiles, los más torpes, los menos hermosos y lo no pertenecientes a la casta se entregaban al sacrifico. Poco después se unió a este grupo quien no respetase las reglas establecidas por la casta dominante, quien comiese antes que los superiores, quien comiese más que la ración asignada o de la porción que le correspondía, salvo que fuese hijo de la casta, al día siguiente se le condenaba al sacrificio.

Y llovió. Por fin llovió como no recordaban. Los gusanos pudieron volver cada uno a su vida estúpida de gusanos. Muchos gusanos que se encontraban cómodos con el estatus que la desgracia de todos les había traído lo lamentaron.

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