lunes, 23 de abril de 2012

PEQUEÑO


Desde antes de nacer ya eras muy muy pequeño. Un espermatozoide como todos. Un óvulo como cualquiera. Se juntaron. Un gameto muy pequeño y un embrión muy muy muy pequeño. El ginecólogo que visitaba a tu madre no llegó a ver con claridad el saco gestacional hasta el sexto mes. Le dijo a tu madre que con un tamaño tan pequeño, seguro que era un huevo huero. Como no manchaba, tu madre decidió esperar, compungida porque con la falta de la regla se había ilusionado, pero esperó a que la naturaleza actuase y vaciase sus entrañas. Pero no se vaciaban. Al octavo mes, el ginecólogo escudriñó, aumentó al máximo la imagen y logró ver un pequeño punto que latía en medio de un embrión del tamaño de una habichuela. Midió y le dijo a tu madre que estaba embarazada de dos meses. Tu madre le dijo que ella había sido  siempre como un reloj y la regla le faltaba ocho. El ginecólogo sólo escuchó sus tablas. Tu madre no escuchó al ginecólogo. Cuando faltaban dos semanas para las cuarenta tu madre andaba alocada ordenando la casa, limpiando el polvo hasta de la vajilla olvidada debajo de la cama, ordenando cada fleco de cada tela de tu habitación. Supo que el momento se acercaba.

Puntual, a las cuarenta semanas, tu madre sintió un pequeño retortijón en el bajo vientre que se le iba para la espalda. Fue al baño y en la braga estaba el tapón de moco. Otro retortijón minúsculo, fue al baño, y en el paño de la braga estabas tú, con algo menos de dos centímetros y un peso desconocido porque sólo el joyero tenía una báscula capaz de pesar los gramos por unidades.

Tu madre tuvo unos calostros muy buenos que te dieron empapados en un hilo de coser. Creciste poco y lento. Gateaste pronto, a los 9 meses, medías ya casi tres centímetros. Tu madre te ponía en alto para que nadie te pisase. Un día, aun no tenías un año, te deslizaste por el borde de una silla y te colaste en una botella que por suerte estaba vacía. A todos les hizo gracia verte aumentado a través del cristal. Se dieron cuenta de que eras muy guapo. Tu madre volteó la botella para sacarte, pero tú te aferrabas al cuello. No querías salir. Te dejaron ahí. Te daban la comida y la bebida con una pajita, aspiraban los restos con otra y  barrían con un pincel .

Creciste. No mucho pero creciste. Estabas encajado en  las paredes de cristal. Tu nariz y tus carrillos aplastados contra el vidrio. Te costaba sonreír . No se habían dado cuenta. Cuando las cosas pasan día a día la gente no se fija y si es en un mundo diminuto menos. Te arañaban la cara cuando introducían la pajilla para darte el alimento. Cada vez costaba más sacar la porquería. Tu madre un día decidió sufrir y gritar. Quería sacarte y chillaba, aunque dentro del cristal el ruido llegaba sólo como unos golpes. Agitó la botella para romperla contra un aparador, pero se dio cuenta de que eso te heriría. Buscaron vidrieros por todo el país que hicieran una botella mayor. Con un diamante podrían cortar la tuya.

Mientras estudiaban las posibilidades descuidaron tu higiene. Hedías. La limpiadora puso un tapón a la botella. Te diste cuenta que no necesitabas el aire para respirar. No necesitabas nada. No necesitabas a nadie dentro de tu mundo de vidrio. Te moviste lo poco que te podías mover. La botella se cayó y rodó. Salió por la puerta. Saltó por los escalones. Tu cuerpo amortiguaba cada golpe y evitaba la fractura. Llegaste al muelle. Caíste al mar. Las olas te mecieron y por fin dormiste.

Algún día en una playa lejana alguien te encontrará. Quizás en Liliput, o en el país de las personas envasadas.

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