martes, 3 de julio de 2012

MAGIA

Enfrente agachado mirando debajo del banco del parque . Pasaba la mano y acariciaba la tierra reseca. Daba vueltas alrededor. Peinaba con los dedos el césped junto al bordillo. De vez en cuando sacaba algún objeto: un tapón de plástico, el hueso de un melocotón, alguna piedra, palos de polo o algún objeto más repugnante. No era la primera vez que lo hacía. Venía preparado. Si entre sus dedos se enlazaba por accidente algún caca de perro, un salvaeslip o un polo derretido, llevaba toallitas húmedas con las que se limpiaba, se perfumaba los dedos, sacudía después las manos para secarse y seguía su recorrido. Debajo de los árboles, entre las hojas secas le parecía siempre un buen lugar. Una a una las levantaba. Una a una soplaba por delante y por el envés las cogía por el peciolo y las hacía girar. Miraba y sonreía al sentir el remolino de aire en su nariz. Su boca se entreabría y mostraba los dientes mientras un hilillo de babas se deslizaba por sus labios. Con la manga enjugaba la saliva y a ratos también, cuando se detenía mirando siempre hacia atrás, viniese de donde viniese, también sus lágrimas. Después seguía alrededor del ciprés, dos vueltas. Se detenía en el chopo quebrado e introducía la mano en los huecos de su tronco de donde siempre extraía papeles. Una vez se cortó cuando unos desaprensivos olvidaron o dejaron a propósito sabiendo su recorrido una botella rota. Se lió los dedos con el pañuelo y saco los trozos de vidrio, que amontonó a los pies de la papelera que estaba llena, con la parte cortante clavada en el suelo.

Rodeaba el lago. En las mañanas de invierno pisando la escarcha del césped rompía eL hielo del borde, metía las manos en el agua hasta sacarlas moradas, después las calentaba con el vaho de su aliento hasta que volvía el color rosado y seguía horas o hasta que algún guardia le obligaba a desistir. Subía entonces al puente que cruzaba la ría entre las dos partes del lago y pasaba los dedos por cada uno de los resquicios de las maderas. Si eran estrechas pasaba una llave, sacaba piedrecitas y botones o alguna moneda. Cuando llegaba al punto más alto se detenía se apoyaba en la barandilla de madera oxidada. Miraba en el agua su reflejo y extendía el brazo en el vacío en un gesto extraño que se quedaba a medias, replegaba el brazo, lo acercaba al cuerpo y tomaba la mano regresada con la otra y la acariciaba o la apretaba, como una madre acariciaría a su hijo salvado de la muerte. Rígido, tieso y cabizbajo. Minutos largos. Oscilando con el viento como un árbol seco. Levantaba la cabeza. Inspiraba. Se detenía. Exhalaba y seguía rastreando los resquicios de las maderas.

Después el muelle. Tomaba un remo y removía el fondo. Si llegaba temprano se sentaba con los pies colgando y veía amanecer. Si se le hacía muy tarde. Se sentaba en sentido contrario para ver el ocaso. Y se iba . Caminando lento con un caminar extraño que parecía detener su caída , a golpes, a impulsos cada vez más toscos.

“¿Es raro verdad?” “Sí llevo un rato fijándome. Es una pena un chico bien parecido y no parece que esté muy cuerdo. Es como si buscase algo” “Viene todos los días desde hace tres años. Antes también venía, pero acompañado de su novia. Hacían muy buena pareja. La chica lo dejó. Quedaron en el puente. Después de un silencio le dijo que se había perdido la magia. Él perdió la razón. Si le preguntas por qué hurga en la hierba o entre las maderas te responde que anda buscando la magia, que si la encuentra ella volverá , sonríe de su risa plana , se limpia las babas y sigue”

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