miércoles, 16 de mayo de 2012

EL ÁRBOL


palo santo


Había que podar los árboles del parque. Enero. Antes que comenzasen a brotar había que aligerar la carga de ramas. Los brotes verdes, más flexibles, disminuyen el riesgo de los viandantes. Eran árboles jóvenes chopos alineados. Cuando el jardinero se ponía delante, veía una fila perfecta. Se sentía como un general delante de su tropa. Miró una segunda fila y encontró una imperfección. El décimo árbol era más rugoso, crecía achaparrado y un poco lateralizado, las ramas tenían entronques más nudosos. Parecía un árbol de bosque. Desentonaba en un parterre.

Era un jardinero sobrevenido. En la construcción no había faena y en la agencia de colocación le propusieron el trabajo. Asistió a un curso con desgana. Ganaba menos de lo que había ganado los últimos años. Apenas llegaba a cubrir gastos. Sabía que no debía pensar en eso. Eran las siete de la mañana de invierno. Tenía una hilera de árboles que podar.

La jardinería es una labor creativa. Puede ser un arte. Podar una hilera de chopos de una urbanización es una cadena de montaje. Tenía la sensación de quitar las mismas ramas en cada uno. Llegó la hora del almuerzo. Estaba solo. Era una de tantas urbanizaciones abandonadas a medio hacer. Paró justo frente al árbol distinto.

Acostumbrado a los árboles idénticos, llegar a un árbol distinto lo dejó perplejo. Midió con pasos las distancias entre todos los anteriores. Quince pasos. Midió la distancia entre el anterior y el siguiente. Quince pasos. Aquel árbol o estaba ya allí cuando plantaron el resto o de algún modo había crecido después. Se acercó movió la tierra y comprobó que debajo había un tocón enorme del que surgía un brote buscando el sol . No sabía qué hacer. Imaginó cómo podar las ramas para que no se notara la diferencia, pero no se le ocurría el modo. Estaba perdiendo el tiempo. Aun le quedaba mucho trabajo. “Jefe hay un árbol distinto que ha brotado entre los otros” “Córtalo. Deben ser todos exactamente iguales. Ese era el encargo y así debes dejarlo” Le colgó.

Empezó a serrar una de las ramas más gruesas. “¡Ay!” Miró alrededor. No había nadie. Siguió “Me haces daño” Un páramo a su alrededor. Cogió el serrucho “No sigas por favor” “No puede ser, los árboles no hablan” “ Yo también estoy extrañado, pero por favor no me cortes. Me duele” “Esto no está ocurriendo” Esta vez cogió el hacha y atacó el tronco. “¡Me estás matando!”. Dio la vuelta al árbol. Quizás era una broma. Algún compañero podía haber dejado algún artilugio electrónico para burlarse. “No busques. Sólo me escuchas en tu cabeza pero no estás loco”.

Se sentó. Mientras no le hería el árbol permanecía callado. Pero si siquiera lo rozaba gemía y se lamentaba. No dejar de escuchar porque la voz le sonaba adentro. No podría soportar escuchar su lamento hasta morir. Si no lo cortaba estaba en la calle literalmente, del trabajo y de su casa.

Llamó a su jefe para que no le recogiese. Adujo que iba a volver andando. A lo largo de toda la noche arrancó y replantó seis de los árboles jóvenes a cada lado de modo que aunque diferente el brote del viejo árbol parecía haber sido plantado. Le pidió por favor que se dejase cortar unas ramas. Le insistió que crecerían de nuevo. El árbol accedió. En su mente el jardinero sintió gemidos.

Siguió trabajando varios días en la urbanización. No volvió a escuchar voces de árboles.

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