jueves, 24 de mayo de 2012

HORA DE CIERRE


“¿Me vende un huevo  y una barra de ayer?” Acaba de entrar un hombre de uno cincuenta años. El traje pasado de moda le queda pequeño.  A pesar de ello lo lleva abotonado sobre un vientre prominente. El cuello de la camisa blanca está sucio. Tiene ojeras. Los carrillos enrojecidos. La mirada torcida. No mira al rostro. No mira de frente. No parece humillado. Ha entrado a la panadería del barrio cuando no había nadie. Su presencia incomoda  a la dependienta. No sabe qué hacer. Sola ante un hombre. Un huevo crudo es una petición imposible. Todo el mundo sabe que los huevos se venden por docenas o por media docena. Se puede separar pero nadie lo hace. Tiene miedo. Le da media docena y un panecillo. “¿Me puede dar alguna moneda para el autobús?” Le alcanza un euro que saca del bolsillo para no mostrar el dinero de la caja. “¿Sólo un euro?” . Le da otro. El hombre duda. Ella está muy asustada. Entra una cliente habitual. El hombre se marcha. Ella respira.

“Menos mal que has entrado. Ese hombre me estaba dando miedo” “Tenía una pinta rara. ¿Me das una barra de pan? ¿Los huevos son frescos?” “Fresquísimos” “Ponme una docena” “Dos cuarenta” Mira el monedero, abre cada uno de los dos compartimentos. Sacude la cabeza. “Apúntamelo. No llevo dinero”  “No te preocupes. Lo pongo en tu cuenta” Es clienta habitual pero sobre todo de fin de mes, antes llegaba al veinticinco. Ahora a partir del veinte tiene que recurrir a la pequeña tienda del barrio.

Falta muy poco para la hora de cerrar. Está cansada. Le pesan mucho las piernas, pero esos últimos minutos pueden redondear la venta corta del día. Un anciano. Nunca había pescado hasta que recogió a su hijo en su casa después de la separación. “Te ha sobrado pan para pescar” “Algo ha sobrado” Siempre le aparta barras del día de las que vienen quebradas o con alguna deformidad. Nunca lo ha visto con cañas. Ni regresar con pescado. Ni alardear de capturas. Nunca  lo ve ir a ningún sitio, pero siempre viene a por pan.

Es la hora. Baja la persiana. Toma las monedas y la caja. Poca cosa. Por la mañana con los proveedores se quedará casi a cero.  Apaga la luz. Sale. Cierra la puerta. Alcanza el asa de la persiana. Se engancha. Tira. Se le ha olvidado su propia barra. Abre la puerta. Enciende la luz.

“¿Vende tabaco?” La ha asustado. Una mulata muy bonita algo entrada en carnes en un vestido muy ajustado. “Sí” “Camel y un Kit Kat”. SE marcha. Se le volvía a olvidar su propia barra, aunque ya casi no tiene ganas de cenar. La persiana se desliza por sus raíles y estalla contra el suelo. El mejor ruido del día. Una noche calurosa. En los pueblos la gente sacaba las sillas a la calle. En la ciudad sólo chorros ardientes de aire.

En la esquina de enfrente el hombre que le pidió el huevo. Se tambalea. Lleva una botella oculta en una bolsa. Ella mira al suelo. Él viene detrás. Tendría que haberse mostrado más enérgica. Fue débil más por miedo que por compasión. Ahora quizás lo va a pagar. El coche está cerca. El miedo la inmoviliza. El hombre se está acercando. A su derecha se abre un portón de una finca. Es el pescador que no pesca. “Ayúdeme. Me persiguen” “Pasa hija”. Cierran la puerta y el hombre pasa de largo. El pescador que no pesca sube y llama su hijo. Una cara triste. Los dos la acompañan al coche. Se va a casa hasta mañana.

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