jueves, 10 de mayo de 2012

RABIA





La víspera del último día de estancia en San Juan discutieron qué hacer hasta mediodía. El avión salía la seis. A las dos debía estar en el aeropuerto Luis Muñoz. Medio día no es mucho. No podían despistarse porque los aviones no esperan. La playa no le apetecía. La playa es arena, sol y mar. No querían playa, eso lo tenían en casa y no tenían tiempo de acceder a la Isla Verde, una zona paradisiaca. Las opciones era visitar los museos del Viejo San Juan o visitar el parque natural de El Yunque.

Once personas y un chófer de ascendencia irlandesa descendientes de irlandeses reclutados por las tropas españolas. Un hombre alto moreno y socarrón. Por el camino les explicó los detalles de lo que iban a ver, les advirtió del único peligro, las mangostas, unos pequeños mamíferos comedores de serpientes y portadores de la rabia. “Si te muelden te contagian y mueles de una folma telible. De niños las comíamos, pelo si una mangosta tila babas, esa no la comíamos".

De niño, en Murcia, la rabia se esgrimía como argumento para que los niños no se acercasen a perros desconocidos. Las babas. La agresividad de los animales enfermos. Tuvo pesadillas con el terror que por el agua tenían los rabiosos y sus muertes atormentadas, aislados, gimiendo y aullando como licántropos.

Pasaron de los manglares de la costa siempre salpicados de bungalows a un camino serpenteante. Primera parada en el centro de interpretación. Flores, enredaderas y un bosque de árboles de treinta metros. Segunda parada una cascada apenas visible entre la maleza. Después una torres que ofrecía una panorámica del parque hasta la costa Caribe.

“Ahola estilalemos las pielnas” en un panel vertical una red de senderos que recorrían los vericuetos de la selva. Le gustaba el monte. En un cruce de caminos se apartó para ver de cerca un helecho arborescente. El jurásico debió ser así. En el suelo el musgo y unos caracoles grandes y planos. Más allá una planta de hojas de más de un metro. Y flores. Un paraíso. Un cruce de sendas. El bochorno aumentaba.  Estaba narcotizado por el verde. Plantas comestibles y terapéuticas, otras drogas votivas o lúdicas. Deshizo sus pasos y se topó con una cascada que no había visto antes. Se paró e intentó escuchar voces para volver al camino. Lo tupido del bosqueno impedía ver. Estaba perdido. Se había nublado. Oyó un trueno. Las nubes bajaron a gran velocidad. La niebla se abatió. Otro trueno y goterones rompieron contra el suelo. El aguacero era torrencial. En algunas partes del camino había visto pérgolas que servían de cobijo. Llegó a una de ellas. No sabía la dirección pero había subido. Imposible una lluvia más intensa. Las partes llanas eran lagos, los arroyos ríos. Mientras no escampase no podrían llegar a rescatarlo. Mejor no moverse. El móvil no tenía cobertura.

Noche cerrada y la niebla y la lluvia seguían incesantes. A su alrededor escuchó un movimiento de ramas distinto al producido por la lluvia. A dos metros aparecieron unos ojos brillantes. Se acercaban. Un nuevo rayo iluminó un instante un animal peludo del tamaño de un gato. El rayo siguiente lo iluminó más cerca. Reconoció una mangosta. Su mordedura podía ser mortal. No iba a salir de allí. El animal subió a la plataforma resguardada de la lluvia donde él se cobijaba. Otro rayo , cerró los ojos pero oyó su gruñido e imaginó las babas de su boca. Antes de abrir los ojos algo le golpeó la pierna desnuda. Se tocó. No sangraba. Aun había esperanza. Abandonó aprisa el refugio. Avanzó solo unos metros, sus piernas atenazadas se negaban a responder. Se sentó en el musgo de una roca. Tomó una hoja gigante para cubrirse la cabeza. Cogió una piedra para evitar el ataque, pero el cansancio lo traicionó y se durmió quedando a merced de la fiera enferma.

“Señol ¿Está bien?” Un guardia de parques nacionales de los US “¿la mangosta rabiosa. Me ha mordido?” “Eh un gatico señol, venga usted conmigo, sus compañelos malchalon ayel”

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