sábado, 15 de septiembre de 2012

LA RELIQUIA


“¡Viva la virgen de la Fuensanta!” “¡Viva!” No soy creyente. No tengo fe. Quizás una vez la tuve pero poco tiempo. Se me pasó. Sin embargo he seguido con algunas tradiciones. De un modo folclórico, porque si no no tendría mucho sentido. El segundo o tercer martes del mes de setiembre los murcianos suben a su patrona a su santuario de la Fuensanta. Cuando la patrona de la ciudad subió el puente de los Peligros la seguí, sólo pensaba hacerlo hasta la iglesia del Carmen, unos  quinientos metros más allá. Inmerso en un río humano pierdes una parte de tu individualidad. Eres un ser colectivo, un apéndice de un todo mayor que como una enorme serpiente se extiende desde la explanada del monasterio hasta la puerta de la catedral de Murcia. Cuando pasaba junto al trono me habría gustado portarlo un rato, por participar, pero impensable en ese punto. Me acerqué, admiré el mantón de este año, que estaba bordado de un modo sencillo al modo de los refajos huertanos, le daban un tono de mayor calidez que el hilo de oro o el raso. Estaba admirando el bordado del manto cuando oí una voz. “Este año hay más gente que otros” “No lo sé. Yo hace más de quince años que no venía” Respondía sin mirar “Pues sí si hay más gente” “Si usted lo dice” Era una voz agradable, dulce y tranquila. Escuché las quejas de un niño. “Calla hijo mío que todavía falta mucho para llegar al santuario. Yo también estoy cansada. Entre los nervios del viaje, la noche que me has dado y lo mal llevado que está este año el paso voy muy mareada” “¿Necesita algo?” Miré detrás y a los lados y no había ninguna mujer con niño. “Eh. Que estoy aquí. ¿No me ves?” Juraría que la voz venía de lo alto. Miré el paso y vi a la virgen haciendo arrumacos al niño Jesús. Fue entonces cuando se detuvo el tiempo. El sol tomó una luz más tenue, como cuando cambias una lámpara incandescente por una de bajo consumo. Los portadores del paso, todo el mundo de la romería, e incluso el agua de los brazales y las acequias o el viento o las hojas de los árboles se detuvieron. La gravedad, como aceleración que es, sin tiempo no funciona y dejó a los pájaros suspendidos en el aire. Mi reloj no se movía, pero yo sí. “Ayúdame  por favor que me voy a bajar un rato a estirar las piernas. Que sí Jesús, que te cambio ahora mismo” Dejó la corona en el trono. Se sentó en el borde. Me pasó al Niño. Me lo puse al hombro y de inmediato oí un hipo, olí a agrio y sentí la humedad caliente y ácida traspasar mi camiseta. Le tendí la mano y de un salto bajó. Se sacudió del manto y la túnica los restos de pétalos y me extendió las manos para coger al niño “ Te ha vomitado” “No importa. Son cosas de niños” “Ayúdame a buscar un pañalico” “¿Dónde?” “Muchacho, en algún carro. Tú crees que alguien se iba a negar a darle un pañal al niño Dios” “No creo” “Alcánzame una botella de agua fresca de ese puesto” “Vale un euro” “Yo no llevo dinero encima, puedo compensarle después” “Yo lo dejo” “Qué honrado eres” “No me gusta tener deudas señora” “Y eso que no crees en la vida eterna” “Pues no, pero ¿cómo sabe usted eso?” “He parado el tiempo para despejarme, eres el único testigo y me preguntas que cómo sé que no tienes fe” “Tiene razón” “Bueno este ya está limpito, me he refrescado y se me ha pasado un poco el mareo. ¿A que es guapo mi Jesusico?” “Sí señora” Me quedé con el niño tomado y me dejó otro lamparón en el otro hombro. Me encajé entre dos portadores del trono, le puse la mano a modo de palafrén y la ayudé a subir. Se puso la corona. Me pidió el Niño. Se arregló el manto y la túnica. Me dijo adiós y dejó  la mirada perdida de los místicos.

“Nene apártate de ahí que si tropezamos vamos a tirar a la virgen” “Perdone señor. Ya me salgo” Me aparté: miré la imagen que en realidad sólo era un busto y unos ejes para montar la ropa. Miré a mi derecha miré a mi izquierda. A los dos lados olía agrio.

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