viernes, 21 de septiembre de 2012

LAS AGUJAS DEL RELOJ


Cuando mi hija nos vio discutiendo nos recriminó de forma muy agria. No recordaba haberla visto así. Desde que nació fue una niña un poco rara. Su mirada intimidaba a los adultos que se acercaban a hacerle carantoñas. Pero como ayer nunca. Yo discutía con su madre, mi mujer, por naderías, como siempre, ninguno de los dos queríamos renunciar a la última palabra. Mi hijita no había hecho un gesto. Dejó su muñeca en la trona, con mucho cuidado, sacó los pliegues del vestido de los laterales de la silla. Los ordenó uno por uno. La peinó con dos pasadas precisas del cepillo. Se agachó. Juntó su cabeza a la de la muñeca y le susurró al oído muy flojito, o no tanto, pero nuestros gritos nos impedían oírla. Se dio la vuelta. Esa mirada. No podré olvidarla. Las cejas enarcadas. Como su madre. Pero los ojos con una expresión fría. La boca blanda. Los labios fruncidos. La punta de la lengua que se insinuaba. Sus pupilas negras no dejaban ver el ojo de sus iris. Callaros ya. Susurró. Seguimos sacando trapos sucios del desván de los recuerdos de pareja. Que os calléis. La miramos de reojo. A la vez le dijimos que no se preocupase que no era nada . Que tu padre. Que tu madre. Y nos volvimos a enzarzar. Que os calléis estoy harta de oíros discutir. Esta vez sí nos callamos. A través de sus pupilas se veían sus retinas rojas como fuego. Os vais a callar porque yo lo digo. Estoy cansada de escucharos decir tonterías y discutir a cada hora. No puedo jugar con mi muñeca con un mínimo de tranquilidad. ¿No podéis entenderlo?. Son cosas normales en familias. Dijimos su madre y yo al unísono. No son cosas normales. Estoy harta de vosotros. Estoy muy harta. En sus ojos refulgía el rojo como dos llamas. Hija no te pases. Sí no te pases. No entendéis nada de nada. No sois nadie. Yo tomo el control. Ha llegado el momento. Hija no te pases. Eso, repliqué. Alzó las manos. Nos señaló y no vimos levitando. Movió las manos y nos zarandeó en el aire. ¿Me vais a hacer caso? Suéltanos.No os voy a soltar. Que nos sueltes. Eso suéltanos. No. Todavía no he decidido qué voy a hacer con vosotros. Os voy a poner a reflexionar. Mucho tiempo hasta que decidáis dejar de discutir cada hora.

Y aquí estamos. Dando vueltas. Los pies en el eje. Nos vemos a las doce. A la una y seis minutos a las dos y doce minutos, a las tres y diecisiete, a las cuatro y veintidós, a las cinco y veintinueve,a las seis y treinta y tres, a las siete treinta y ocho, a las ocho cuarenta y cuatro, a las nueve cuarenta y nueve, a las diez cincuenta y cinco y a las doce. Once veces al día nos encontramos. Por supuesto mi mujer y yo no nos hablamos y hace ya una semana. Yo he tenido suerte. Marcar las horas hace el recorrido lento. A ella le han tocado los minutos. Mi hija nos mira en su muñeca dar vueltas en silencio.  Hace algo más de una hora iba algo mareada. Doce vueltas en un día es mucho, me ha reconfortado su sufrimiento, pero me abstengo de reír, porque una vez hice una mueca y mi pequeña me miró y me amenazó con trasladarme al segundero, y eso que yo hasta en la más mínima atracción me he mareado no podría soportarlo. Aún doy gracias por ser la manecilla horario de un reloj de pulsera. NO quiero pensar ser de un carillón con sus campanas cada hora. Todavía he tenido suerte. Mañana, al llegar mediodía intentaré reconciliarme con mi mujer a ver si mi pequeña se apiada de sus papis y nos retorna a nuestra vida normal. En el futuro sólo discutiremos cuando esté en el colegio, o si acaso cuando duerma. La próxima vez nos ha amenazado con convertirnos en granos de un reloj  de arena, zarandeados arriba y abajo al ritmo del tiempo. Ya viene por allí su madre. Silencio. Si espero, en cinco minutos se aleja. Mañana. Mañana será el día de la reconciliación. 

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