martes, 25 de septiembre de 2012

SEPTICEMIA.


La inmortalidad te apartó de los humanos. Anclado al paso del tiempo, sin atajos, sin paradas, sin vuelta atrás y sin final. La sangre tu único alimento. La noche tu día. La soledad tu compañera. Inmune a las infecciones y al cáncer o la vejez que matan a los humanos tu infección son los recuerdos. Cuando un vampiro evoca sus recuerdos, pierde el apetito, se estremece, le invade la melancolía, añora el momento en que pudo morir y descansar para toda la eternidad. Anoche Vlad no salió. Se quedó en su cripta. Se sentó en un rincón a la luz y al olor acre de la cera quemada de un cirio. Le apetece sentir el tiempo. Extiende la mano y ve a la luz de las velas las sombras oscilantes de sus venas exangües en las manos sarmentosas de viejo. La septicemia se enrosca en su interior, le muerde el tiempo en que revivió el amor humano. Cuando el sopor a que le conduce el ayuno le hace eclipsar los párpados, el sueño nocturno se interrumpe con la imagen de la que le hizo desear ser humano. Como en las pesadillas despierta con la frente regada, la boca seca y las palpitaciones sordas de un corazón muerto. Le queda un hilo de vida. Un hilo. Mañana si no se alimenta, con la salida del sol su cuerpo devolverá la ceniza que hace cientos de años le hurtó a la tierra. Falta poco, muy poco. Pero sabe que ese poco es imposible. Ningún vampiro ha llegado a voluntad a devolverse a la muerte. Es como si un humano intentase estrangularse con sus propias manos. Fallan las fuerzas. A Vlad le fallan las fuerzas y le falla la voluntad. Se levanta. Se sublima en un humo que sale por la cerradura de la cripta. Se arrastra por la calle con el único impulso que le impele el viento flojo de primera hora de la noche. Una rendija por debajo de la puerta de un cajero. Un indigente se cobija entre unos cartones. Vuelve a su cuerpo. Aparta el cartón. La mujer de apariencia mucho mayor que su edad no se inmuta dormida por el vino de un brik que yace a su lado. Sorbe. Sabe rancio. Siente náuseas. Es como comer gusanos, u hojas o raíces en un ejercicio de supervivencia. Recupera la fuerzas, sus músculos emaciados se rellenan a la vez que su estómago convulsiona y siente náuseas que expulsan la espuma de su saliva y algunos restos de sangre ajena. No puedes seguir así. La mujer en el suelo se levanta, te mira, se rasca las dentelladas de la yugular, extiende la mano y sorbe las gotas del envase, lo sorbe y lo colapsa y cuando termina te lo tira. Te dice vete y te vas. Caminando. Tu porte ahora es elegante y joven pero no orgulloso. Cabizbajo tropiezas con dos mujeres jóvenes. Desde arriba ves el pelo y piensas que es ella. Le coges el rostro entre tus manos la miras y escuchas hola guapo de una voz que no es la suya. La sueltas y te vas. Dame un besito escuchas desde atrás. Se marchan apuntalando su paso entre las dos. Sabes que debiste morir. La inmortalidad desde que no pudiste volver a ser mortal ha sido un error. Mejor morir y descansar que la inmortalidad que no te permite vivir o amar a la luz del día. Estás resuelto. Vas a ser el primer vampiro que se suicida de la inmortalidad. El infierno será tu destino, pero ningún infierno peor que tu no vida. Has fracasado en un intento de ayuno. No podrías salir al sol, las fuerzas te abandonarían antes de ponerte en riesgo. En un montón de basuras hay un palé roto. Una tabla puntiaguda. La colocarás en la tapadera de tu ataúd. Lo sujetarás, soltarás las bisagras y el peso perforará tu corazón. Descansar, para siempre. Es posible. Es posible. Lo haces . Va a amanecer. Te acuestas. Esperas el último instante de la noche. Tratas de mantener los pensamientos neutros, pero te aparece el infierno, la condena del fuego y el sufrimiento. Y sin ella. Vas a soltar. Va  a caer. Las pesadillas. La septicemia de su rostro detrás de tus párpados. Basta ya. No puedes más. Va a amanecer. Quitas el calzo que la mantiene abierta. Adiós. Adiós. Te quiero.

En un último instante se gira y la estaca apenas le roza la espalda. Después el sopor del día. Mañana necesitarás sangre.

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