sábado, 15 de septiembre de 2012

UN CORAZÓN DE MANZANA


A la altura del Marble Arch entré en Hyde Park.  Prefería pasear entre césped y arboledas a pesar del frío y la amenaza de lluvia que soportar el ruido del tráfico que buscaba el norte de la ciudad. Las manos en los bolsillos del abrigo. La marcha rápida de las distancias largas. El cuello encogido como las tortugas para evitar el frío. El pequeño pedestal del Hyde Park Corner me pareció triste. Aquel era un lugar de peregrinaje de la España de la Dictadura. Ahora casi nunca hablaba nadie allí en un mundo que  ha perdido la fe en las palabras. El mundo de hoy sólo cree en el tiempo que pasa rápido, en la energía y en la fuerza. A estas alturas del año no quedaban hojas. A la altura de Buckinham Palace crucé a mi parque favorito en Londres, Saint James. No iba a ningún sitio. No tenía ni quería ir a ningún lugar. Me senté y miré unas ardillas gordas que se acercaban a los pocos visitantes que sabedores de su presencia las alimentaban. En el lago patos, ocas y cisnes. De vez en cuando se zambullían. Respiré hondo. Miré al cielo que se había puesto gris al compás de una brisa procedente del  Támesis. Me subí las solapas del abrigo y cerré los ojos. Los abrí. Miré al suelo. En el cuero de mis botas manchadas del barro del camino comenzaban a posarse algunas gotas finas como la cabeza de un alfiler o el estambre de una amapola. Algunas ráfagas de viento agitaban las ramas de los robles. Las ardillas se habían subido a los árboles. No llevaba reloj. Había conseguido perder la noción del tiempo. Había escapado de la reunión que me estaba asfixiando. Bastaba por hoy de trabajo. Cada vez quedaba menos espacio para el asalto de nuevas gotas. La superficie lisa del lago parecía completamente esmerilada. Mi gorra de lana y el abrigo podrían aguantar la humedad aunque la lluvia tupida pero fina arreciase. A mi espalda sonó el bisbiseo de la carrera de una ardilla con su cola enhiesta y desplegada que corría hacia la pata delantera del banco donde me encontraba. Se dirigía a un corazón de manzana apoyado junto a mi bota. Antes había mirado y no estaba. Alguien lo había arrojado quizás en un momento de abstracción o en un momento en que el sueño me hubiese vencido. La ardilla se detuvo a un palmo de mi bota. Se movió de delante hacia atrás dando saltos, estudiando las intenciones de un desconocido. La miré y miré el resto de manzana. El corazón de manzana era mío. Lo cogí entre el índice y el pulgar. La ardilla esperó que se lo lanzase. No. Era mío. La ardilla gruñó y se marchó hacia su árbol.

Alguien la había comido aprisa, como comen lo gusanos, sin hacer una pausa entre uno y otro bocado. Entre el peciolo y los restos de los pétalos sólo cabía una boca pequeña, a ambos lados había dejado una corona casi en forma de sombrilla. Restos de pintalabios se mezclaban con el verde de la piel y el blanco ya anaranjado de la pulpa. Una mujer joven, tal vez casi una niña, o una mujer pequeña china o vietnamita con un pintalabios barato que la obligaría a retocarse a cada momento. Junto a mi bota. Una bota vieja marrón y sucia con el verde, el blanco y el rojo, sobre el césped y bajo un cielo grisáceo. 

Algunas gotas más gruesas. El esmerilado del lago se convirtió en un tintineo. Líneas diagonales se dibujaban en el espacio con  cada gota. Mi abrigo estaba ya empapado.  Miré el roble. La ardilla estaba agazapada a sotavento de las ráfagas de lluvia. Lancé el corazón de manzana a las raíces nudosas que emergían del suelo. No se movió. Eché a andar de vuelta. Avancé diez metros y me giré. La ardilla corría ya de vuelta con su comida hacia su refugio. En Marbel Arch encontré a mi compañera con su impermeable amarillo recién estrenado. No preguntó donde había estado.

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