lunes, 10 de septiembre de 2012

UNA CABEZA DE TIBURÓN MARTILLO


Nunca imaginé que vería un tiburón martillo en una mesa del mercado de la medina de Tetuán. No olía a pescado. Olía a gallinaza. Pequeños puestos a los largo de calles frescas estrechas de lo que debe ser en su conjunto uno de los más grandes centros comerciales del mundo. Poco más allá los encurtidos. Más abajo la casquería, cabezas de cordero enteras sin desollar. Dulces. Ropa. Hilos, paredes de ovillos de hilo. Carpinteros, fontaneros, curtidores trabajando malolientes zamarras de cordero medio sumergidos en aguas infectas del mismo modo que se hacía hace mil años o más. El guía que alardea de su parecido con Butragueño nos condena a un ritmo rápido que sólo se ralentiza en los lugares que él considera aptos para comprar. Es el pan de su casa. Es ameno y es claro. En poco tiempo nos introduce en una cultura condenada quizás a la extinción. Salimos de la zona de tiendas. Enfrente una puerta centenaria. Las casas de la medina fueron casas señoriales, sin ventanas al exterior, con la luz proveniente de los patios. El guía nos señala una ventana un poco más arriba y a la derecha de la puerta. Hay mujeres que no salen de su casa sin es con sus maridos. Si alguien viene y llama a la puerta, se acercan a la ventana sin mostrarse. Si por la voz reconoce que es un hombre responden que no hay nadie, que venga más tarde. El guía, el Butragueño, nos explica que en su cultura hay que librarse de las habladurías, porque si un hombre entra a una casa con una mujer sola qué saben los vecinos que está ocurriendo en el interior. De ese modo se previenen las tentaciones y las habladurías. Murmullos entra la  mayoría de las mujeres que nos acompañan.

“Señor, señor” Miro y es un anciano desdentado, encorvado, creo que ciego, o al menos tuerto por la mancha blanca en una de sus córneas. “Si me da unos euros le contaré una historia que ocurrió en esa casa hace mucho tiempo” Una historia. ¿Quién se puede resistir a una historia por unos euros. “Diez euros” “A esta casa vino una vez un ciego que suplicaba caridad por los caminos y acababa de llegar a Tetuán. En el mes de agosto de su calendario aquí hace mucho calor. No conocía las calles por las que caminaba agarrado a las paredes. Los comerciantes de la medina no son generosos cuando la venta es escasa para familias tan largas. Caminaba sin destino y con frecuencia se perdía en la maraña de callejas. Y así perdido llegó a esta casa. Tocó a la puerta. Ante la falta de respuesta volvió a tocar. Tengo sed y tengo hambre dijo. Siguió el silencio. Tengo sed y tengo hambre insistió. No hay nadie aquí respondió una voz. Ahora fue él quien calló. Aquel sonido le quitó las pocas fuerzas que le quedaban. A rastras se marchó y tropezó en el dintel. Durmió al raso. Por la mañana acudió al haman a tomar un baño. Repitió los pasos del día anterior y se apostó bajo la misma ventana. Tengo sed y tengo hambre. La respuesta esta vez no se retardó. No hay nadie venga otro día. Vendré respondió y se arrepintió de sus palabras. Pero regresó. Antes de llamar ella respondía. Nadie. Nadie sabe cuanto tiempo estuvieron así, pero lo que sí se sabe es que su marido, un viejo mercader regreso a casa un día, entro por esta puerta y la mujer por la que su padre en dote había recibido veinte camellos y dos docenas de cabras, con sus dieciocho años no estaba. Juró matarla, arrancarle las uñas, los ojos y lapidarla con piedras afiladas. Lo habría hecho. Era la ley. Pero no la encontró. Unos dicen que estuvo a punto, pero se le escaparon; la mayoría dice que al ver imposible la huida, al saber los dos que si la encontraban a ella al menos le esperaba una muerte segura, se arrojaron al mar en un acantilado del Cabo Espartel; otros sin embargo juran que los vieron en una caravana de beduinos que desde Fez hacían el camino hacia las tierras lejanas de Egipto. Y es que al amor no se le pueden poner puertas” “Ni ventanas. Muchas gracias. Me adelanto que me quedo retrasado del grupo y no sé si sabría salir de aquí”

No hay comentarios: