sábado, 22 de septiembre de 2012

NOE


Técnico de mantenimiento del Hospital de los Arcos en el mar Menos. Diez años. Muy conocido ya en el hospital antiguo. Un problema, una solución y siempre amable. Más cerca de los sesenta que de los cincuenta. Se volvió canoso. Normal a su edad. Pero en unos días. Se dejó el pelo y se dejó la barba. Al terminar de la jornada se quedaba hurgando en los montones de deshechos que produce un hospital. No se llevaba nada sin consultarlo. Tornillos para reutilizar, una madera, trozos de tela, plásticos. Lo miraban extrañados, pero no molestaba y nadie se atrevía a preguntar. Cada día rebuscaba entre los restos con mayor desesperación. De la meticulosidad del inicio cuando cada remache, cada pieza, le cuadraban, a una expresión próxima a la desolación transparente en unos ojos ocultos detrás de una pelambre blanca. Su jefe le siguió con su furgoneta atestada de tablones. Llegaron desde San Pedro del Pinatar por la antigua nacional a la rotonda del Centro Comercial La Velas, ahí giró a la izquierda y a unos doscientos metros detuvo la furgoneta. Dudó si detenerse a su vez y ofrecerse a ayudarle. No lo hizo. Era evidente que le había estado siguiendo. Siguió unos metros. En la nueva rotonda que permite incorporarse a la autovía, se detuvo en un camino. Oteó desde un alto y lo vio. Se ocultó tras un árbol. En medio del campo apartado de la línea de naves industriales junto a la carretera, había un viejo barco varado en medio de un campo roturado en barbecho. Lo vio ir y lo vio volver. Lo vio acarrear agua y algunos sacos. Estuvo trabajando una hora y se marchó. Saltando entre los tormos, su jefe se acercó. Desde lejos el barco aparentaba ruina. Unos ocho metros de eslora. Agujeros por encima y por debajo de la línea de flotación. Los cristales rotos en la cabina. Sin embargo las maderas carcomidas habían sido tratadas, rellenadas y alguna podrida sustituidas. Tocó y ya había dado una primera mano de decapante para después pintar. Abrió la puerta de la cabina. Bajó dos peldaños y en el pequeño compartimento, olía a demonios. A derecha e izquierda, en el suelo y en el techo había jaulas en cada una de las cuales había parejas de ratas, ratones, gatos, unos chiguaguas, tórtolas, palomas, canarios y otros animales pequeños. Apenas podía respirar. Abrió la trampilla para el pescado y vio terrarios con gusanos que bullían, moscas, mosquitos, cucarachas, hormigas   e insectos que ni siquiera conocía. Se fijó en el sistema de control de humedad y temperatura que en absoluto silencio funcionaba sin parar. Se fue preocupado por su amigo. Por la mañana lo comentó con el neurólogo quien no dudó,  una demencia, con su edad un inicio de Alzheimer puede volver a las personas maniáticas con tendencia a guardar cosas. Le advirtió que todo estaba en un orden absoluto, si no sería cosa de los psiquiatras, le aseguró que no, que le trajese a la consulta aduciendo cualquier causa. No estaba dispuesto a engañarlo más. No tenía motivos para haberle espiado sin haber intentado antes que él mismo le explicase la verdad. Eso iba a hacer, hablar con él, lo que debería haber hecho desde el principio. Cuando regresó al taller, vio a personas que no eran habituales, sin ningún cometido, que se acercaban a curiosear al compañero que había perdido la cabeza. Se enfadó con quien no había sido discreto y consigo mismo por no haberse dirigido a él desde el principio.

“Juan vente al despacho” “Hoy todo el mundo quiere hablar conmigo” “Te encuentro raro” “Estoy trabajando mucho” “¿Quieres descansar?” “No no puedo. TE lo habría dicho” “Has cambiado tu aspecto” “No tengo tiempo de afeitarme” “Y te llevas cosas cada día después de trabajar” “siempre te he pedido permiso” “No es eso. Somos compañeros. Eres mi amigo y estoy muy preocupado” “Yo también” “¿Quieres contarme algo?” “No. Eres muy buena persona. Simplemente no cambies” “No me vas a decir nada” “Te lo he dicho. Simplemente que no cambies. Queda poco” “¿Poco qué o para qué?” “Tengo que trabajar. No puedo decirte más” Se dio la vuelta y se marchó a trabajar. Cada día la misma rutina. Nadie entendía nada hasta que empezó a llover.

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